El tan cacareado I+D+i no consiste en tener en la empresa un laboratorio que parezca sacado de la NASA. Tampoco en fichar a expertos mundiales, ni mucho menos a los gurús que cobran una pasta para decir lo que en el fondo sabemos. El verdadero I+D+i es una actitud. Y es una actitud totalmente contrapuesta al «no puede hacerse», al «ya está todo inventado» y al «si las cosas van bien, para qué tocarlas». Se opone radicalmente al «qué me vas a contar, yo que llevo toda la vida en esto»; es la antípoda del «no te pago por pensar». El I+D+i no está reñido con la experiencia, porque se nutre de ella, pero sí es enemigo de la comodidad y el miedo a probar. Las personas innovadoras lo son todo el día: desde que toman el primer café hasta que se acuestan; conozco a unas cuantas. Piensan en las maneras de hacer distinto y mejor lo de cada día, rompiéndose un poco la cabeza. Y eso, ya lo he dicho, es una actitud. Es esa cultura la que determina el éxito o no de un territorio y de sus gentes. Y no se consigue por decreto, sino que se aprende y transmite. Vayamos a ello.