A Félix Loya le hubiera gustado ser vaquero de ganado bravo. Como su padre, que era quien encerraba las vacas bravas en el pueblo. Pero la vida le tenía otro destino reservado. A sus 91 años este vallisoletano de nacimiento y asturiano de corazón hincha el pecho contemplando la costa castrillonense desde la terraza del Real Balneario de Salinas, uno de los restaurantes de la saga de cocineros de la que él es patriarca. Félix Loya fue hostelero, pero también tuvo que coger el toro por los cuernos, como hiciera su padre. Fundó con su mujer, casi de la nada, un chigre, el Félix, que poco a poco fue aumentando a hotel y restaurante que llegaría a dar más de mil comidas diarias. Y desde ahí, la consagración del apellido, los premios y la fama. «Yo ya soy viejo», dice con pena. Pero se levanta con agilidad sin apenas usar el bastón y pasa revista a la cocina del restaurante de Salinas con orgullo de padre.

Hay que remontarse cerca de un siglo para encontrar el inicio de esta historia de éxito y esfuerzo entre fogones. Félix Loya nació en Villafrechós, Valladolid, y comenzó a trabajar de muy niño. La cocina le encontró después de hacer la mili, casi por casualidad, en la empresa Entrecanales, donde realizaba trabajos varios. Y desde aquél comienzo de rancho de obreros, con algarrobas argentinas, los guisos no han dejado de salir de sus manos. Primero en Madrid, donde trabajó en varios restaurantes y acabó recalando en Casa Mingo, donde conoció a su mujer, la asturiana María Luisa García, recientemente fallecida. Con ella, y con su primogénito, Miguel, se trasladó a Asturias.

«Yo no había venido nunca, pero estaba enamorado de Asturias por varias razones. Por mi mujer, que era asturiana, de un pueblo que se llama Besullo, que es donde nació Alejandro Casona. Pero además en Casa Mingo estaba conviviendo todos los días con mineros asturianos», cuenta Félix Loya delante de un café que bebe con parsimonia. Una propuesta para tomar las riendas del Besullo convenció al matrimonio, que dejó Madrid por la orilla del Cantábrico.

Apenas un año después, el hostelero decidió que era el momento de independizarse, con el segundo hijo, Julio, a punto de nacer. «Encontré un local, el que tengo, el pequeñín, lo cogí y monté un chigre. Un año después cogí un local que había al lado, que era un almacén de pienso gemelo, y monté un restaurante también pequeño. Y finalmente un buen día me decidí a comprar el solar que hay detrás, mil y pico metros». En un Avilés en plena ebullición industrial, clientes no le faltaban, pero completar la aventura empresarial requería de un dinero que él no tenía y que tampoco podía conseguir mediante crédito. Comenzó con sus propias manos a levantar el edificio, pero a paso lento. Por eso fue providencial que una noche tuviera cenando al presidente de la Diputación, José López-Muñiz, que tras alabar la comida lamentó la escasez de espacio. Y al conocer los planes de expansión, le recomendó para un crédito.

Así se hizo el San Félix, que se inauguró formalmente en 1964. Y la inauguración fue con el lleno garantizado, gracias a una llamada del director de Cristalería Española que necesitaba alojar a un grupo de trabajadores ingleses que iban a construir un horno. «Me vino como Dios porque me llenó el hotel. Y estuvieron cinco meses o más. Acabaron comiendo fabada a las doce de la noche, aunque al principio no querían ni probarla». También en aquellos comienzos albergó a las tripulaciones de Iberia, que se alojarían durante años.

Fueron tiempos de mucho trabajo, aunque con recompensa. Tal era el volumen de clientes que muchas veces quitaban las camas durante el día y modificaban la decoración para convertir las habitaciones en comedores. «Ha habido días que tuvimos siete y ocho comuniones. Y muchas veces tuvimos que dar mil comidas, muchas de ellas de catering. Cuando tuvimos que pedir ayuda fue un día que teníamos 2.500», relata el veterano cocinero. Allí comió, por ejemplo, Julio Iglesias, que pasó unas noches con Isabel Preysler en el Félix. «Estuvo comiendo langosta todos los días», recuerda Loya.

La lista de clientes del Félix abarca desde militares a políticos pasando por los Reyes de España -en la Casona de Arnao-, los Rolling Stones, el director del banco americano, los directivos de Ensidesa y los artistas que marcaron la música de varias generaciones: Massiel, Rocío Jurado, el Dúo Dinámico, Lola Flores, Antonio Machín, Karina, Víctor Manuel... y la Bombi, que estuvo casi un mes con su marido.

Acostumbrado a este ritmo de trabajo, es lógico que no quisiera saber de jubilación. Y así, aunque ya superaba la edad permitida, fue él quien entrenó a los cocineros del nuevo proyecto familiar: el Real Balneario de Salinas. «Estuve cinco años enseñándoles. Un día se presentaron cuatro inspectores de trabajo, yo estaba en la cocina y les dije: "Sí, estoy trabajando. ¿Quién va a enseñar a la gente que viene nueva? ¿Mi hijo, que empezó ayer? Tendrán que ser los que se jubilan, los que saben". Esas palabras les convencieron y no me dijeron nada», cuenta Félix Loya.

El personal que tiene ahora el Balneario ya es otra generación. «Les enseñó este pequeño, Isaac», dice en alusión a su nieto. «Y Miguel sabe mucho», asegura dirigiéndose a su hijo mayor. Aunque sostiene que el que más sabe de cocina de toda la saga es un nieto que ejerce de abogado en Madrid, Miguel Ángel. «El 80 por ciento de los descendientes seguimos en hostelería: todos sus hijos, de mis hijos dos de los tres y los biznietos van a ser cocineros todos», augura Miguel Loya.

El 21 de abril de 1991 abrió sus puertas el Real Balneario de Salinas. «Me robó toda la clientela», dice Loya en alusión al desvío de comensales desde el Félix. Igual cocina, mejor escenario. Y recuerda con orgullo cómo estaba lleno a todas horas. Ahora es diferente. «La crisis es igual para todos, todos sufren aunque el Balneario no tanto, ni tampoco mi nieto Javier Loya, que lleva varios locales en Oviedo. Pero el que va a desaparecer es el Félix, no aguantamos», reconoce con pesar el hostelero. Su hijo Miguel subraya: «Hay que reinventarse. Ahora en el Balneario tenemos un comedor para picotear, aunque seguimos también con el restaurante. Tenemos que subsistir».

Los Loya no vienen sólo de Félix. Vienen también de María. «Mi esposa sabía de todo. Era una mujer muy inteligente, muy trabajadora y sabía lo que se hacía. La quería tanto... Es muy triste hablar de ella. Se la llevó su hijo. Murió Julio y ella no pudo aguantar». Son las palabras que el viudo dedica a la que fue su mujer y compañera de fogones durante décadas. Y su hijo Miguel destaca otra de sus virtudes: «Era una gran cocinera de la cocina clásica y sin embargo supo adaptarse, evolucionar».

Sobre estas bases, las enseñanzas de María Luisa García y de Félix Loya, se forjó una saga de cocineros. «Se lo debemos todo, son los cimientos de nuestro edificio», asegura Miguel Loya. Y prosigue: «Si esto fuera un edificio, ellos son los cimientos, yo estoy en el primer piso y en el tejado están los jóvenes que renuevan y que hacen una cocina más moderna».

Eso sí, moderna pero con bases. «Nunca han perdido los cimientos de la cocina de los abuelos. Es una cocina estructural, potente, fuerte, con sabores y raíces». Miguel Loya considera que la crisis ha provocado el retorno de la cocina clásica. «La evolución de la cocina ha sido brutal, pero a estos jóvenes que tienen cimientos no se les va la cabeza hacia una cocina demasiado evolutiva, sino que fusionan sin perder los sabores de sus abuelos. Es muy importante no perder la identidad», concluye. Como hiciera un día el fundador de la saga, son ellos quienes tienen ahora que asir el toro por los cuernos.