Resulta curioso e incluso conmovedor y chocante el desdén que hacia los ciudadanos tiene la clase política. Mientras la mayoría padece privaciones, algunos hambre y todos el peso de la crisis, que afloja muy poco, nuestros legisladores siguen, alegre y animosamente, creando inventos innecesarios.

Parece admitido por la mayoría del país que el Estado de las autonomías ha sido un fracaso; no sólo ha dejado sin resolver problemas viejos, sino que ha creado fracturas insalvables. Ya se habla sin tapujos del error de transferir la sanidad, la educación y la justicia a esos entes miopes y escasamente respetables. Abolido el servicio militar obligatorio, las facciones separatistas se ríen de la amenaza física que el poder central pueda infligirles y en su propósito secesionista o independentista -que a veces comprendemos muy bien- no van a encontrar obstáculos, una vez hayan suavizado y domesticado la opinión en sus territorios.

El Estado central se ha convertido de poder aglutinante y solidario en enemigo rapaz y confiscatorio, lo que no es cierto. Incluso regiones como Andalucía, tan identificada antaño con la nación, campa por los respetos de una Junta donde aparecen algunos de sus miembros como delincuentes que se han apoderado del patrimonio ajeno en provecho personal. Los bienintencionados y majaderos padres de la Constitución -entre los que el único que sabía algo de teoría era Fraga- vieron enemigos fáciles de contener en los viejos separatismos vasco, catalán y gallego, cuando unas disposiciones forales que garantizaran sus íntimas costumbres habrían ido derivando, muy lentamente, hacia situaciones más asumibles y satisfactorias para todos. No lo vieron, le echaron carne a una fiera, pero se la echaron de mala calidad, lo que produjo el presumible rechazo.

Pues, señoras y señores, se ha levantado el telón sobre el Estado de la transparencia, sinónimo de la carabina de Ambrosio damasquinada. Como aperitivo, el Estado ya no podrá sancionar a responsables autonómicos ni alcaldes. Esto quiere decir que se creará otro órgano jurisdiccional, al parecer designado por los mismos entes autonómicos. Es la sacrosanta ley de Juan Palomo, la instalación de la impunidad a calzón quitado.

Los partidos secesionistas CiU y PNV -que no dejan de meter la cuchara en la legislación general- proponen lo que denominan un consejo independiente, como si eso fuera posible en España. Ello para desligarlo de la autoridad de Hacienda, lo que nos hace preguntar: ¿para qué demonios sirve el Estado, si no es capaz de garantizar una contabilidad medianamente honesta, no nos defiende contra los asesinos, ni contiene los efectos de una crisis devastadora, templando gaitas entre Bruselas y Madrid, aunque haya que convenir que la situación no es fácil de manejar? En las informaciones que van apareciendo se advierte la homologación con el Congreso, el Senado y el Tribunal Constitucional, organismos muy revisable el primero y completamente inútiles, costosos y prevaricadores, los otros.

Ante nuestros cansados y tristes ojos encima nos agitan el sonajero que llama a este engendro consejo de transparencia y buen gobierno. Eso sí, ¡albricias!, será la primera ley de este tipo en Europa y, de propina, se controlarán los gastos de la Casa del Rey y del Banco de España, que por lo visto nadie se ocupaba de ellos.

Personalmente, creo que don Juan Carlos aún puede rendir servicios a España, pero resulta incomprensible que un maleante como Fernández Ordóñez, que tan amplio daño ha hecho en el banco emisor, esté aún en libertad. Confiemos en no verle como director de la nueva oficina, como cargo de compensación.