Los vecinos de Villa son escrupulosos con la toponimia y con los nombres de cada una de sus quintanas. «Nos gusta que se conserven las tradiciones», subrayan. Estas costumbres, y otras, se fueron diluyendo con el paso de los años hasta que, hace poco más de un lustro, los habitantes de este rincón decidieron tomar al toro por los cuernos y ponerse manos a la obra. A tales efectos, constituyeron una asociación vecinal que trata de mejorar diversos aspectos y organiza una nutrida agenda cultural. Una de sus principales premisas es conservar el carácter rural que destila cada esquina del pueblo.

Salomé Álvarez es una de las vecinas más veteranas. Nació en Villa en 1935, en «Casa La Chula». Con casi ochenta años de edad, rememora el viejo aspecto del pueblo. «Cambió para mejor. Éramos un pueblo humilde con cuatro casas», subraya. La agricultura y la ganadería eran las principales fuentes de ingresos para sus vecinos en aquel entonces. «El que menos y el que más tenía alguna vaca», explica. No obstante, cabe señalar que durante los albores industriales de la comarca, Villa también aportó mano de obra. «Un puñado de paisanos trabajaban en la Real Compañía, en San Juan de Nieva. Iban desde aquí caminando», enfatiza.

Cabe señalar que en Villa también se asentaron tres talleres dedicados a la fabricación de carros. Antonio Solís comenta que esta es una historia bastante desconocida. «Se hacían aquí y se vendían en los concejos vecinos», asegura. Asimismo, cabe sumar la presencia de un molino en «El Hoyo», que «desarrollaba una importante labor».

Los verdaderos cambios para el pueblo llegaron de la mano de Ensidesa. Poco a poco, la gente cambió el campo por la siderurgia. De todos modos, al principio más de uno se arrepintió. «Al principio ganaban muy poco dinero en la fábrica. Mi padre cobraba sólo 700 pesetas al mes», señala Ana María Solís, quien prosigue comentando que «varios decidieron volver a sus labores rurales». «De todos modos, todo el mundo compaginaba su trabajo en la industria con la cría de ganado», matiza. Salomé también trabajó en Ensidesa. «Entré allí en 1966 como administrativa», precisa.

Villa seguía siendo un pueblo donde todos los vecinos se conocían. En la memoria de todos esta presente la figura de Gerardo, de «Ca' Lluisa». «Hizo mucho por Villa durante aquellos años», afirman. Gerardo ejercía como Alcalde de barrio y se ocupaba de tareas tan dispares como resolver problemas burocráticos, dirigir el coro parroquial, poner inyecciones en su domicilio o confeccionar ramos para las novias el día de su boda. «Se nos llenaba la casa de gente para poner inyecciones», explica Ana María, su sobrina.

Gerardo forma parte del grupo de vecinos recordados con especial cariño. A él se suman personas como la modista, Aquilina. «Tenía tanto trabajo, que se dormía en su hórreo cosiendo», recuerda Leni Martínez. Otro personaje muy conocido en el pueblo fue el tamboritero Gerardo Fernández Busto, «Loyo». «En una ocasión, llegó a tocar en madreñas en un plató de TVE con el grupo de la sección femenina», afirma Antonio Solís.

Manolo Díaz, conocido como «Manolín el de Pinón», fue monaguillo durante quince años. «El cura, Ramón Cuervo, nos esperaba con un carretillo a la salida de la escuela para que los niños adecentásemos el camino que conducía a la casa rectoral», recuerda. Un periodista avezado presenció un día, por casualidad, las labores y bautizó al lugar como «La Cuesta del Cura», nombre que aún perdura. Manolo y el resto de vecinos hacen referencia al antiguo altar del templo parroquial. Comentan que era el único elemento mueble que había sobrevivido al saqueo que sufrió la iglesia durante la Guerra Civil. «Durante el paso del párroco Norberto por el templo fue desmantelado y en su lugar se colocó uno de piedra que no luce nada», lamentan. La iglesia de Villa fue erigida en el siglo XVII. Daniel Fernández es su sacerdote desde hace seis años. «Estoy encantado en este pueblo», señala el párroco.

A partir de los años 80, Villa dobló su población llegando a unos 330 vecinos en la actualidad. Con anterioridad, durante la primera mitad de los 60, el pueblo también acogió a una gran cantidad de obreros que se encontraban trabajando primero en la construcción de la industria siderúrgica y después, hasta 1965, en el canal de Ensidesa. «Vivían incluso en hórreos, en unas condiciones inadecuadas», recalca Salomé.

A día de hoy, tan sólo seis personas se dedican a la ganadería. Los únicos negocios del pueblo son una empresa de transportes y una sidrería. «Aquí hubo cuatro chigres: "Casa Beba", "Casa Geli", "Casa Beno" y "El Pachuco"», enumeran. Incluso un cine, el «Parvi», con dos sesiones cada domingo. «Es un pueblo sin chigre. Queremos uno», apostilla el párroco.

Ésta es una cuestión secundaria para los vecinos. Hace casi seis años, constituyeron la «Asociación de Vecinos Aldea de Villa» con el propósito de mejorar el pueblo. Han alcanzado muchas metas pero su principal razón de ser sigue pendiente: finalizar el saneamiento. Mirtha Pérez, presidenta del colectivo, señala que ni siquiera está completado al cincuenta por ciento. «Es lo más importante para nosotros», reconoce. Gran parte de las viviendas siguen haciendo uso de fosas sépticas. Mientras, el Ayuntamiento se escuda en la actual situación económica.

Infraestructuras a parte, el colectivo vecinal ha logrado recuperar la fiesta de las flores (en junio) y la sacramental (en agosto), desaparecidas tres décadas atrás. Su centro social acoge actividades a diario y se ocupa de organizar, entre otras cosas, excursiones, una cena y un amagüesto. Las pasadas Navidades, el matrimonio compuesto por José Luis Fernández y Angelines Cancio, inauguraron un Belén integrado por doscientas figuras policromadas a mano. «Esperamos que esta actividad perdure», desea el párroco.

Y es que, Villa hace tiempo que se propuso echarle un pulso a la desidia. «La asociación tiene más socios que habitantes tiene el pueblo. Todo el mundo colabora», concluye Mirtha Pérez.