Son quienes viven orgullosos de nosotros, los que nos consienten, por encima de toda lógica, los caprichos que nuestros padres nos escamotean. Los que aún tienen el tiempo y la paciencia de contarnos los cuentos, de hablarnos de su infancia, de explicarnos mil veces lo que posiblemente no ha ocurrido, ni tan siquiera una, tal como ellos lo exponen.

Son, generación tras generación, el cariño perpetuo, el referente más tierno de nuestra propia infancia, cuando padres y madres estaban ocupados en darnos un futuro y eran responsables de la ropa, los libros del colegio, que comiéramos bien, que tomáramos leche, que no nos resfriásemos, que durmiésemos todas las horas necesarias. Los abuelos, en cambio, podían permitirse ser menos responsables, al fin y al cabo ya habían cumplido, ya habían sido padres.

Recuerdo con cariño, con inmensa ternura (inmensa es decir poco) las pocas veces que mi abuela me despertaba por la mañana para ir al colegio. Me hacía el desayuno, desmenuzando las galletas en la leche y llevándomelas a la cama, y para que no estuviese muy caliente me lo echaba en un plato hondo. Ella nunca lo supo, pero esa papilla de galletas y leche con cacao era lo único que podría haber hecho que yo abandonase entonces mi pereza mañanera, porque la sola posibilidad de que me trajese aquella amalgama a la cama me hacía levantarme más ágil, para llegar a la cocina antes de que ella comenzase a deshacerme las galletas. Pero cuanto la quise, pero cuanto la quiero, aunque haga tanto tiempo que ya no está conmigo.

Nos contaba los clásicos cuentos infantiles y otros que no parecerían ahora muy apropiados para la infancia, esos eran los que más nos gustaban, los que le pedíamos que nos repitiera una y otra vez y de los que casi siempre teníamos que recordarle algún trozo porque posiblemente olvidaba lo que se había inventado el día antes. Hoy por hoy los abuelos son parte imprescindible de la vida actual, cada vez más compleja. Ayudan a sus hijos y cuidan de sus nietos, los levantan temprano para ir al colegio, hablan con la maestra, les preparan el baño, la comida, la cena y los llevan al parque. Participan de la rutina diaria de la mayoría de los niños y niñas que están creciendo ahora. Y qué suerte tenerlos.

Entre abuelos y abuelas y sus nietas y nietos hay un hilo invisible, un afecto especial, diferente a cualquiera, una magia exclusiva que hace que a pesar de que pasen los años, de que a veces se vayan, siempre sabremos con certeza que buena parte de lo que somos se lo debemos a ellos.