La fantasía vuelve a Avilés, decía un titular de este periódico, refriéndose a la segunda edición de «Celsius 232», un festival literario que acaba de concluir con éxito, demostrando que seguimos teniendo la misma necesidad de lo fantástico que quienes vivieron en la Edad Media o nuestros abuelos. Lo único que las historias que se contaban entonces, para mí excelentes, han sido sustituidas por otras del tipo «Star Wars», y cosas por el estilo, que no están entre las que prefiero.

Tiene su mérito que un festival de literatura fantástica haya llenado los hoteles de nuestra villa, pero esa literatura de género no trajo, ni mucho menos, la fantasía a Avilés. La fantasía ya estaba aquí. Por eso, coincidiendo con el «Celsius», un par de amigos organizamos un viaje fantástico y fuimos a San Balandrán navegando.

Zarpamos de donde zarpaba la lancha de Velilla y estaba más emocionado que si hubiera embarcado en un crucero de lujo. Hacía cincuenta años que no navegaba por la ría de Avilés en lancha motora. Así es que volví al recuerdo de una playa que detrás tenía un pequeño bosque y, allá en la infancia, imaginaba más parecida a la de Crusoe que a la invadida por aquellas familias que cruzaban la ría con lo estrictamente necesario para pasar un día de playa y no morir de hambre: tortilla, filetes, empanda y fruta. No llevaban bebida, la compraban en el bar a cambio de que les dejaran una mesa, que reservaban colocando encima las bolsas de la comida.

Lo que no sabía entonces, y sé ahora, es que frente a la playa había una ciudad sumergida. La ciudad de Argentola, donde, según los antiguos vecinos de Nieva, está enterrado el primer obispo de Oviedo. Es más, decían aquellos vecinos que a dos pasos de la orilla podía verse el reflejo de un campanario cubierto de algas. Y ahí debe seguir. Lo que ya no está es la isla. Una isla que las autoridades afirman haber volado con dinamita, en 1953, para facilitar el acceso al antiguo muelle de Ensidesa, cuando todo apunta a que no fue nunca una realidad geográfica sino una isla prodigio, que aparecía y desaparecía como una gigantesca ballena dormida. La isla a la que arribó el santo irlandés Balandrán y sus catorce monjes. Que, aunque gustaron, gozosos, de aquella isla maravillosa, no les fue concedido, por misterioso secreto, quedarse en ella y regresaron a Irlanda, donde murieron, en paz y contentos, después de referir tan extraordinaria aventura.

La ciudad de Argentola, sumergida bajo la ría, y la visita de San Balandrán al lugar que, desde entonces, lleva su nombre, quizá se tomen por fantasías o leyendas pero enlazan con la teoría del ingeniero y geólogo Federico Botella, quien, en una memoria publicada en 1884, afirmaba qué desde Aveiro, en la costa de Portugal, hasta Avilés, en la de Asturias, hay un cordón de terrenos primitivos, sumergidos, que lícito será aceptar, si no la certidumbre, si una fuerte probabilidad de que hayan pertenecido a la Atlántida.

Pasamos el día en Zeluán y cuando volvíamos, con la mar en calma, el viento suave y el sol naranja acariciando la cúpula del Niemeyer, Avilés no parecía Avilés, parecía una ciudad fantástica. Una obra de arte que ampliaba su transformación estética con dos preciosos veleros, el «Sagres» y el «Saltillo», y una escultura de picos que parecían los pétalos de un sortilegio.