La Maruja a la que me refiero es Maruja Mallo, una mujer que aprendió a pintar en Avilés y marcó el rumbo del surrealismo y la vanguardia en España cuando la modernidad del arte estaba en manos de los hombres.

Maruja fue una excelente pintora pero no sé por qué, no sé si por el hecho de ser mujer, por ser muy aficionada a la transgresión o por propiciar el escándalo, no fue incluida entre los artistas de la Generación del 27 ni tuvo el reconocimiento que merece. No lo tuvo a nivel nacional ni tampoco en Avilés, donde vivió los años más decisivos de su vida, los que van de la niñez a la juventud.

Maruja Mallo vivió en Avilés casi diez años, desde 1913 a 1922. Su padre, que era agente de Aduanas, fue trasladado al puerto avilesino y Maruja, entonces sólo una niña, vino con la familia y vivió en Avilés hasta que, en 1922, fue a Madrid para estudiar Bellas Artes. Aquí, en Avilés, aprendió a pintar Marujita, que era como la llamaban sus compañeros y amigos: Alfredo Aguado, Juan y Gonzalo Espolita, Luis Bayón y Fernando González Wes.

Los gestores políticos y los mandamases culturales quizá no hayan advertido mérito suficiente, pero lo cierto es que Maruja siempre dio mucha importancia a los años que vivió en Avilés, a la Escuela de Artes y Oficios y a los compañeros de aquella época, sobre todo Luis Bayón que era ocho años mayor pero fue su gran amigo y quien viajó con ella a París. Tal vez por eso, para no tener que elegir entre Galicia, donde había nacido, y Avilés, donde pasó su infancia y parte de su juventud, no decía nunca que era gallega; decía que era celta.

Maruja dio a conocer por primera vez su obra en la II Exposición de Arte Avilesino, celebrada en 1922, coincidiendo con las fiestas de San Agustín. A partir de entonces su personalidad trascendió más allá de su pintura. Fue novia de Buñuel y de Alberti, con quien vivió seis años, perteneció al llamado círculo mágico, de Lorca, Dalí y Picasso, conoció a Paul Eluard, André Bretón, René Magritte y Pablo Neruda y se erigió como símbolo de las primeras mujeres auténticamente libres.

Llegué a conocerla sólo de vista, nunca hablé con ella ni sabía en aquella época que había vivido y aprendido a pintar en Avilés. La conocí en el Café Gijón a principio de los ochenta, cuando ejercía de musa-abuela de la movida. Llevaba el pelo rojo, una gran pamela, unos zapatos de plataforma y un maquillaje exagerado, a juego con un llamativo abrigo de piel debajo del cual, decía Maruja Torres, iba en pelota. La última vez que la vi fue en enero de 1983, cuando Warhol vino a Madrid para inaugurar su exposición en la galería-garaje de Fernando Vijande.

Esa abuelita, ahí donde la ves, ganó un concurso de blasfemias, que convocaron en el café San Millán antes de la guerra. Oí aquel día.

Por más que su talento artístico fuera indiscutible y hubiera realizado cuadros inolvidables, Maruja pasó los últimos años de su vida en la indigencia y la soledad. Sólo uno de sus hermanos solía visitarla en la residencia de ancianos Menéndez Pidal de Madrid, donde murió el 6 de febrero de 1995 a los 93 años de edad.

En mi modesta opinión creo, sinceramente, que Avilés está en deuda con ella.