La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Un rodeo

¡No hay derecho!

A propósito de un modismo cargado de verdad

¡No hay derecho!

La exclamación brota cuando creemos que ha sido atropellada una razón legítima. ¡No hay derecho a que me pase, que nos pase esto! Modismo que, como todas las cosas sencillas e incluso vulgares, está cargado de verdad. Vivimos una sociedad enmarcada en las exigencias individuales, de tal forma que apenas queda sitio para la contrapartida de obligaciones, lo que haría más equitativa y soportable la convivencia. Nuestra venerada y mostrenca Constitución -fue producto de un masivo plagio de las precedentes y algunas gotas de irresponsables concesiones que han hipotecado el futuro- apenas muestra la rastrera consecuencia de la vida en común: la obligación de pagar impuestos. Ya no hay servicio militar, a la Patria; que la defiendan los Estados Unidos o quien sea. El hermoso y humano concepto de la caridad ha sido desterrado por la soberbia de un sinnúmero de exigencias que jamás se verán satisfechas. Tenemos derecho a un trabajo digno -¿qué verdadero esfuerzo no lo es?-, a una casa, todos propietarios, disimulando el yugo y el ronzal de la hipoteca. Igualdad de sexos, al tiempo que hay unas ocho mil instituciones que protegen a la mujer, cuando en otro tiempo era honrosa tarea del macho, del marido, el padre, el hermano. Apenas hay semana sin un día dedicado a la mujer, a la madre, a la bizca, a la que tenga un lunar en el seno izquierdo, a la decepcionada, que se da cuenta, demasiado tarde, de que no ha contraído matrimonio con Brad Pitt o con Ronaldo.

Las mujeres son nuestro complemento, o nosotros lo somos el de ellas, tanto da, pero en estos albores del nuevo año merecería la pena distribuir algunos puntos sobre las desamparadas íes. La mujer estaba ahí para ser cuidada, defendida, mimada, amada. Si han querido competir, las tenemos disputando puestos de trabajo, ocupando escaños, sustituyendo la sisa doméstica por el cohecho y otras enfermedades de contagio político. Todo ello ha sido imparable y menester resulta que lo aceptemos de buen grado, pues quizás esa competencia nos haga algo mejores.

Pero, al mismo tiempo, asoma la jeta la malicia, la irresponsabilidad, el abuso de sexo -tan diestramente explotado en ocasiones-. Me lo ha recordado el espectáculo de aquellas feministas que mostraron las ubres -en excelente estado, por acierto, aquí las tontas hacen relojes- asegurando en el Congreso que son las dueñas de sus cuerpo y con ellos hacen lo que les da la gana. De acuerdo, son las propietarias de la carcasa y hasta personajes que parecen disfrutar de sentido común afirman que a una mujer no se la puede forzar a ser madre. La obligación, el riesgo, digamos con mayor precisión, reside en la violencia masculina, en la violación y sus consecuencias, que ya estaba previsto y confirmado en la reciente ley sobre el aborto, así en como determinados casos más que justificados.

Pero ¿ye mucho pedir -como dicen en esta tierra-, que de las consecuencias del disfrute de su cuerpo sean ellas las responsables? Aceptemos la fornicación como estímulo de compañía, pero, dada la universal formación sexual, los anticonceptivos, las píldoras poscoitales, ¿por qué habría de dársele asistencia gratuita a la preñada y pagarla con retraso por el placentero ayuntamiento del que hablaba Aristóteles por boca del Arcipreste? Flojo argumento el de los estratos sociales desfavorecidos. Las gitanas viven rodeadas de churumbeles y el honor de la tribu sigue residiendo en la voluntad de sus mujeres.

Es un viejo clisé el de las hijas de familia pudientes que iban a abortar a Londres. Es una tontería. La muchacha rica que se quedaba encinta era llevada a la mejor clínica de la ciudad y allí la practicaban la operación con toda garantía. Lo más común, acudir a las parteras sin conciencia, que las plantaban un tallo de laminaria, las hacían un legrado sin resguardo higiénico y las mozas podían morir, no por el aborto, sino a causa de un mal aborto. Lo de Londres ha sido una anotación marginal en el programa de los partidarios, para ganar votos, fomentado el odio hacia el turismo vaginal. Aceptémoslo, la política abortista solo tiene justificación en que la medida contraria la preconiza el partido rival. No hay razón objetiva para que la sociedad abone los gastos de un aborto no querido. Quien no desee descendencia tiene a mano todos los medios para evitarlo, sin que intervengan la moral ni la ética. Podría suavizarse el trámite, exigiendo al maromo cómplice el copago de una intervención en la sanidad pública.

Por cierta afinidad ya empieza a ser aceptado que el rescate de excursionistas avisados, que haya que salvar, con fuertes riesgos y gastos, sea abonado por el temerario inconsciente. Por su notoriedad se vive la angustia por el estado de Schumacher, aunque si conserva la vida compensará al hospital y a cuantos le han salvado. Cada palo aguante su vela y recordar que no hay derechos de boquilla, ni gratuitos.

Compartir el artículo

stats