El Cantábrico transmite una sensación bonancible -hay mar rizada, olas de apenas 30 centímetros- a los pasajeros de la fuera borda que traslada a un equipo de LA NUEVA ESPAÑA desde Luanco al lugar donde embarrancó y se hundió la madrugada del lunes el arrastrero portugués "Santa Ana" con nueve tripulantes a bordo: uno resultó herido; dos, muertos; y seis, aún siguen desaparecidos, presuntamente dentro del buque. Esa cierta calma de la travesía se acaba al llegar a la isla Erbosa; el rosario de islotes, peñascos y rocas que afloran a la superficie por doquier altera el estado apacible del agua, que forma grandes crestas de espuma advirtiendo de la amenaza que supondría adentrarse más de la cuenta en este microarchipiélago enclavado a poco más de una milla al oste del cabo Peñas.

La zona es un paraíso para la fauna litoral y de una belleza arrebatadora, con la impresionante mole de los acantilados de Peñas como telón de fondo; pero también es un laberinto acuático lleno de trampas que sólo se pueden sortear con ayuda de la pericia de un avezado piloto como el que guía la lancha o navegando a una prudencial distancia de seguridad de las piedras. Justo lo que no hizo el "Santa Ana", cuyo rumbo erróneo en unos seis grados le condujo directo a la catástrofe.

Los lugareños, hombres de mar de los pies a la cabeza, llaman por su nombre a cada una de estas piedras milenarias. Erbosa es la isla grande, pero hay muchas más. Por el norte de la Erbosa están Los Frailes, El Pegollín, El Bravo y Los Molinos. Al sur, el Concagáu; y entre éste y el conjunto que forman La Blimal, La Corverona, La Corverina y La Gollada, se hunde la poza de La Llaneza, donde se pescan lubinas, xargos y todo tipo de marisco. Rocas afiladas como cuchillos y traicioneras para los navegantes despistados o confiados se mezclan en el entorno de la Erbosa con pozos, conos (piedras submarinas apenas perceptibles desde la superficie del agua) y otros caprichos geológicos entre los que rompen las olas con gran estruendo y profusión de espuma. Es como si un dios caprichoso hubiera cogido puñados de piedras y las hubiera arrojado al mar al tuntún, cual pelotas de papel arrugado a un cajón.

El pecio del "Santa Ana" reposa apoyado sobre su popa y en posición casi vertical contra la pared submarina del islote La Corverona que mira al oeste. A media milla del sitio es perceptible un intenso olor a carburante, el que se derramó al hundirse el barco y que aún sigue evaporándose. El lugar, marcado con boyas rojas ancladas al fondo marino, está batido sin tregua por las olas, especialmente las que llegan del noroeste. Pese a que los expertos en submarinismo han destacado en las últimas horas que las condiciones de la mar son "más favorables" para las inmersiones que el día del accidente, a ojos de un profano en la materia la misión de los buzos se antoja peligrosísima. No sólo ya por la acción imprevisible de las corrientes, los remolinos, los sifones y demás caprichos marinos, sino por la especial dificultad que tiene bucear dentro de un barco, totalmente a oscuras y con el peligro añadido que supone la posible presencia en las inmediaciones de redes sueltas en las que podrían quedar atrapados a los buzos.

El casco del "Santa Ana", uno de los arrastreros más modernos de la flota lusa, es hoy una trampa de acero tanto para los seis tripulantes que probablemente yacen en su interior como para los rescatadores que tratarán en las próximas horas de hallar los cuerpos y devolverlos a sus familiares. Un arrastrero, por definición y diseño, es un barco robusto y funcional, carente de lujos, una "máquina" pensada para pescar en la que se economiza espacio para dedicar el mayor número de metros cuadrados posibles a los peces, no a los hombres. Por eso tienen pasillos estrechos y camarotes mínimos; ahí estriba, precisamente, la dificultad que tendrán los buzos para moverse en su interior, inspeccionar los compartimentos y, en su caso, rescatar posibles cadáveres. Riesgo máximo para un noble objetivo: poner fin a la pesadilla del "Santa Ana".