Seguramente muchos avilesinos, al igual que una servidora, llevan años maravillados por un fantasma que parecía no tener vuelta a la vida. Ni un sólo día, en estos veinticinco años que llevo de vida, he dejado de contemplar su esqueleto, escondido entre una maleza cada vez mayor, a mi paso por la calle Río San Martín. Desde que era una niña he sentido una profunda admiración por este tipo de arquitectura tan fascinante y, por suerte, abundante en nuestra región. Es más que sabido que los indianos no sólo importaron del continente americano grandes fortunas, sino que además dejaron un legado fundamental, sus palacetes. Algunos exagerados, otros más modestos, sus diseños y estilos no pasan desapercibidos. Tardé algunos años en conocer el nombre de aquella casa, aquella gran vivienda que antaño tuvo que ser un lugar de ensueño. Poco quedaba de ella cuando la conocí, y tal vez mi imaginación se disparó al no ser posible traspasar su gran verja oxidada. Cuántos nos habremos preguntado quién es el propietario de semejante joya arquitectónica, y cuántos nos la habremos imaginado en sus tiempos dorados. Hablo, como no, del Chalé de Don Fulgencio, o como diríamos muchos aquí en la villa de Avilés, "la casa en ruinas que está al lado de la policía".

Escondida entre sus altas palmeras, como si no quisiera mostrarle al mundo una vejez que estaba acabando con ella, tras décadas abandonada, su figura, a pesar de estar ajada, supo esquivar los incendios, que asolaron a otras grandes casas no tan afortunadas. Fuimos testigos de una ruina imparable, a pesar de que su cúpula permanecía inmune al paso del tiempo, imperturbable, como evitando un final casi escrito. Muchos habremos soñado en cómo recuperarla si algún día nos "tocaba la lotería". Sueños imposibles con tal de evitar el derrumbe de una joya de finales del siglo XIX. Qué diría el señor Fernández Cueto, el arquitecto a quien algunos le atribuyen la autoría del palacete, si lo viera tan desangelado entre aquella maleza que en su día pudo ser un maravilloso jardín. Nunca podré olvidar cómo me relataba mi abuela los años dorados de aquella gran casa, en unos no tan lejanos años sesenta, con sus fiestas llenas de mujeres y hombres vistiendo sus mejores galas, y asistiendo en lujosos coches a los elegantísimos eventos.

Parecía que nunca volveríamos a verla brillar, que algún día la derribarían y su historia habría terminado, pero sin embargo, hace unos meses, el milagro se obró. Parecían engañarme mis ojos cuando la vi pintada de un color anaranjado y cubierta de andamios. Pensando que había perdido la razón, mi pareja paró el coche, incrédulo, para acompañarme a contemplar lo que creía haber visto. Y así fue. La vivienda apuntalada, cargada de andamiaje, en plena restauración de su preciosa cúpula, y con su lateral, similar a una torre, al fin completo otra vez, respetando la fachada original que en su día se levantó. Esta repentina obra, de la que ya informó este periódico en los meses de julio y octubre, se debe a labores de reconstrucción para evitar la caída total del inmueble, por orden administrativa. Como avilesina, amante de las obras de arte de las que estamos rodeados en esta ciudad, puedo asegurar que me encuentro feliz con este desenlace. Ojalá algún día puedan sus herederos recuperarla por completo. Sólo puedo pedir algo, si alguno de los propietarios de esta casa indiana me leen, y es que, por favor, no escondan más este palacete, para que todos podamos contemplar su belleza. Sabiendo que ya era una maravilla cuando sólo era un triste esqueleto desvencijado, ahora más que nunca deseamos verla lucir como nunca antes habíamos imaginado.