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La figura de la semana | Alfonso García Rodríguez | Archivero, responsable de la conservación de la documentación histórica de la RCAM y Azsa

Una vida feliz entre "chatarra" y legajos

"Las cosas que se van no vuelven nunca", este verso de Federico García Lorca resume la filosofía profesional del guardián del pasado industrial de Arnao

Alfonso García, en un rincón del archivo de Azsa. IRMA COLLÍN

-Disculpe don Emilio, pero tiene usted que apagar el puro para estar aquí.

Y el todopoderoso Emilio Botín Sanz de Sautuola García de los Río, marqués consorte de O'Shea, bisnieto, nieto, sobrino, hijo, hermano y padre de banqueros -como él mismo- aplastó la brasa de su habano ante la mirada complacida de aquel jovenzuelo que sin pensarlo dos veces arriesgó a que le metieran un puro -valga la expresión- a cambio de preservar la integridad de la atmósfera en su sanctasanctórum particular: un archivo, en concreto el entonces archivo en construcción de la actual Fundación Banco Santander.

El celoso archivero protagonista de este episodio no es otro que Alfonso García Rodríguez, nacido en Gijón en 1973, diplomado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Oviedo y en la actualidad responsable de la conservación y divulgación de la historia documental de la Real Compañía Asturiana de Minas (RCAM), su sucesora Asturiana de Zinc (Azsa) y la fábrica de Arnao. Por cierto, el hoy difunto Emilio Botín repitió tiempo después la visita al archivo de la fundación que él mismo promovió; pero esa segunda vez sin un cigarro en la boca.

Pese a que la anécdota del puro de Emilio Botín pueda hacer pensar que Alfonso García es un talibán del orden y la pulcritud, nada más lejos de la realidad. Como puso comprobar cualquier personas esta semana en el transcurso de unas jornadas de puertas abiertas, el archivo de Azsa en Arnao es un maremágnum donde lo mismo tienen cabida valiosos papeles que remiten a los inicios de la RCAM que cajas de herramienta utilizadas en tiempos por los trabajadores de la fábrica y que, en un pretendido afán de fidelidad a su origen, aún conservan restos de grasa. Pura heterodoxia en el tan a menudo rutinario mundo de los archivos.

Y es que el archivero de Azsa ha logrado conjugar el rigor que se le exige a un archivo empresarial que comprende más de 150 años de historia con el atractivo de poder ver, tocar y hasta oler, según los casos, algunos de los objetos cotidianos que manipularon y con los que trabajaron varias generaciones de obreros. "Aspiro a desatar emociones en el visitante", suele decir, a modo de justificación de su trabajo, Alfonso García, un archivero que no se conforma con conservar, catalogar y clasificar papeles cual monótono trabajo funcionarial.

Sin llegar a estar reñidos con el rigor y el estricto protocolario archivístico, los métodos de Alfonso García son ciertamente chocantes. Así, permite a las visitas curiosear por las estancias del archivo para que se topen de bruces, entre estantería y estantería, con viejas camillas destartaladas rescatadas del antiguo botiquín de la fábrica, tornillos gigantescos, máquinas de escribir dignas de estar en un museo de la mecanografía, aparatos electrónicos cuya primitiva utilidad resulta indescifrable o muestras de inverosímiles cacharros fabricados con cinc, el metal al que Azsa se lo debe todo.

El vínculo de García con el archivo de Azsa y la RCAM empezó antes de que el archivo existiera como tal. Corría 1997 y el catedrático de Historia Antonio Gutiérrez Mendoza tuteló un proyecto para recopilar el material documental disperso y sentar las bases de un archivo. Alfonso García entró a formar parte de aquel equipo tras haber hecho sus pinitos profesionales en el archivo de la familia Masaveu. También se sumó al proyecto su hermano, Esteban García, quien más tarde prefirió cambiar de aires y montar una cervecería en Salinas.

En su calidad de archivero "free lance" -es decir, autónomo-, Alfonso García prestó sus servicios para otros sonados proyectos archivísticos en el Principado, como el de la Fundación José Cardín Fernández (Sidra El Gaitero), la Fundación Alvargonzález o la firma minera Ortiz Sobrinos, actualmente Zitron. Todo esto fue en su época de soltería y aprovechando los fines de semana; en la actualidad su esposa a buen seguro le disuadiría de enrolarse en empresas que le robarían el poco tiempo libre disponible.

Volviendo a sus andanzas en Arnao, la afición de Alfonso García a visitar las dependencias de la fábrica con una carretilla de obra en la que cargaba todos los trastos viejos que veía para salvarlos de una destrucción segura le valió a Alfonso García el mote de "chatarrero", que así dieron en llamarle los trabajadores cuando inició la titánica tarea de compilar y poner orden en el pasado de la Real Compañía yAzsa.

Como en el cuento del patito feo, aquella chatarra, debidamente expuesta al público y acompañada de las explicaciones oportunas, se transformó en un cisne que maravilla a propios y extraños. Ya nadie se cachondea del chatarrero, muy al contrario le apoyan en su trabajo; los trabajadores han adquirido conciencia de que Alfonso García vela porque las generaciones venideras comprendan el sentido que tiene su trabajo, como ellos entienden mejor ahora el que tuvieron antaño sus padres y sus abuelos.

En su faceta de conferenciante, que también practica, Alfonso García justifica la pasión por su trabajo de conservación de la memoria con una estrofa sacada de "Veleta", un poema de Federico García Lorca. Dice así: "Las cosas que se van no vuelven nunca, / todo el mundo lo sabe, / y entre el claro gentío de los vientos / es inútil quejarse". El archivero se ve como el último bastión de la guerra contra el olvido y como sabe de la inutilidad de quejarse -ya lo dijo el poeta- calla y actúa. Lo hace, según reseñan algunos de sus conocidos, a cambio de un salario bastante más pequeño del que merece su tarea, peor pagado aún en términos de reconocimiento profesional y expuesto a crisis de fe de las que se repone en su despacho, donde nunca deja de sonar la música clásica.

Es ahí, en una especie de comunión mística entre música de Bach o Beethoven, montañas de papeles, óxido y aromas evocadores de las tripas de la fábrica donde Alfonso García se reconcilia con su oficio. Y en esos momentos piensa en su idolatrado Franz Kafka, y más en concreto en el artista del hambre, el personaje circense del que se valió el escritor checo para crear una alegoría del artista incomprendido, aquel cuya obra y la trascendencia de su misión son ignoradas por el público. Cuando todas las dudas se disipan, el archivero vuelve a la carga y a veces hasta se permite soñar con nuevos proyectos para ampliar y mejorar los contenidos del archivo.

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