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Gozón

El frío congela hasta la ilusión en La Paxarada

La veintena de habitantes de uno de los últimos núcleos chabolistas de la comarca prepara resignada la llegada de otro invierno

El frío congela hasta la ilusión en La Paxarada

"Hace treinta años que nos iban a sacar de aquí... y aquí seguimos". Habla Gerardo Jiménez, uno de las casi veinte personas que habitan en el poblado chabolista de La Paxarada, ubicado a la entrada de Luanco. Tiene cuatro hijos de once, nueve, siete y seis años y sueña con una vivienda normalizada "más que nada por los niños". Cobra el Salario Social y asegura que aunque le corresponderían cuatrocientos euros "en realidad cobro la mitad".

Durante estos días, Jiménez y su familia piensan ya en los duros días de invierno que vienen y en cómo van a combatir el frío en unas chabolas construidas con chapas y madera. "El invierno es muy malo, hace mucho aire; para cuando haga frío nos pondremos más mantas y más cazadoras encima", explica Gerardo Jiménez. A su lado, su sobrina Eva Jiménez detalla que en días de fuertes lluvias,el poblado de La Paxarada es atravesado por un regato "que parece un río". "La lluvia me estropeó una vez una bolsa de ropa que tenía guardada", indica Gerardo. "Para calentarnos dentro de casa tenemos bidones en los que quemamos la leña", detalla la joven, que también tiene una hija.

Este poblado es uno de los dos enclaves chabolistas del concejo junto al existente en Santolaya, Las Carboneras. Además, en el barrio luanquín de Santana aún existen infraviviendas. Esta situación convierte a Gozón en uno de los dos concejos de la comarca, junto a Soto del Barco, que en pleno siglo XXI aún no ha dado carpetazo a la problemática del chabolismo.

En La Paxarada disponen de agua y electricidad. Sin embargo, no cuentan con calentadores de agua. "Estamos como en un hotel de cinco estrellas", ironiza María del Socorro Jiménez Amaya con desparpajo. "No hay que perder el sentido del humor", destaca esta mujer que llega al poblado tras un viaje en balde hasta Servicios Sociales con un carro en el que transporta pasteles para sus nietos. Aún no le ha llegado el Salario Social por importe -dice- de 330 euros. "No da para mucho, pero algo es algo", añade.

Jiménez Amaya utiliza una cazuela de agua caliente para asearse. "Hay que limpiarse, pero no nos queda otra que calentar el agua en una pota si no queremos bañarnos con agua fría", apostilla esta mujer mientras su marido Ramón Jorge Vargas espera a la puerta de la chabola. Vargas afirma que lleva cincuenta años de su vida metida en una chabola. Pero ella rechaza habitar en un piso, prefiere una casa de planta baja porque "los pisos son como cárceles". "Los pisos son para la juventud, para mí, no", remarca ante la atenta mirada de Carmina Jiménez, una mujer de la que dicen que tiene 120 años. "Su madre murió a los 130", afirma con rotundidad Ramón Jorge Vargas.

La tertulia improvisada a la puerta de la infravivienda de Vargas anima a participar a José Antonio Jiménez, un chaval de dieciséis años que lleva siete fuera de La Paxarada. Vive en una vivienda normalizada en Luanco y siempre que tiene un hueco acude al poblado en el se crió desde pequeño. "Aquí se vive mejor que en el piso, hacemos hogueras... estoy aquí todo el día", señala el joven, que abandono el instituto porque no quería estudiar. Prefiere andar a la chatarra y conoce el sector a la perfección. Vargas también. "Está muy flojo, con unos 2.000 kilos se pueden sacar como mucho unos setenta euros", comentan. Mientras tanto, una mujer y otro par de jóvenes pican chatarra en la parte baja del poblado chabolista. Los otros niños que habitan en La Paxarada sí están escolarizados.

Los habitantes de La Paxarada cultivan una huerta en la que plantan tomates y berzas, entre otros productos. A pocos metros, una cerda vietnamita de nombre "Tata" descansa al sol y un gallo corretea mientras Gerardo Jiménez muestra las cuatro paredes con techo de uralita entre las que duerme. "Aquí duermo yo y en la chabola de al lado, que está mejor, duerme mi madre con los niños", explica.

"Antes, los suelos que teníamos eran de barro, pero poco a poco fuimos poniendo materiales mejores y eso es lo que tenemos ahora", relata Gerardo Jiménez, que no pierde la esperanza de que un día sea afortunado y pueda habitar en una vivienda normalizada con sus hijos. Dejará en el recuerdo las noches de invierno en las que tiene que protegerse con "más mantas y cazadoras" y que al abrir el grifo salga agua caliente para asearse como la mayoría de la población. "Hay veces que por aquí pasan ratas enormes", concluye.

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