Algo tan insignificante como un puñado de "gusanitos", ese chuche de maíz inflado que hace las delicias de los niños pequeños, logró quebrar ayer la entereza de Javier Cartategui, un paisano hecho y derecho curtido por 25 años de trabajo en el sector auxiliar dentro de la fábrica avilesina de Alcoa, a la que considera su segunda casa. Claro que la mano que le daba los "gusanitos" a este hombre, uno de los encerrados en la aluminera de San Balandrán como medida de presión para recuperar su puesto de trabajo, no era una mano cualquiera sino la de su nieto Aarón, de cuatro años. "Toma güelito, come", decía el guaje con su voz de trapo a través de la malla metálica que cierra el perímetro de la fábrica y donde ayer de tarde, como todas las tardes desde hace una semana, los familiares de los encerrados acuden a llevarles comida, ropa y cariño. Lo que de verdad se comía güelito, además de los "gusanitos", era al crío con la mirada.

Aunque esbozara una sonrisa para complacer a su nieto, la procesión del paisano iba por dentro: "Veinticinco años llevo trabajando en esto y nunca me vi en una tan gorda", murmuraba Cartategui, a quien la renuncia de la que era su empresa, Montrasa, a seguir con el contrato de mantenimiento en Alcoa y el despido consiguiente le dejó noqueado. No es el único. Pocos o nadie podían esperar una resolución tan abrupta del contrato de mantenimiento y servicios logísticos que gestionó Montrasa durante el último año. Y como ninguna otra empresa quiso cogerlo, en ésas están: despedidos y esperando una solución, que pasa por la entrada en juego de una compañía que asuma a los trabajadores, por el paso de los mismos a la plantilla de Alcoa -que es lo que los encerrados reivindican- o por la extinción definitiva de la relación laboral, un escenario que nadie quiere ni imaginar.

Las visitas familiares a "los 34 de Alcoa", como se conoce al grupo de trabajadores encerrados en la factoría aluminera de San Balandrán, tienen una fuerte carga emotiva así sea solo por las circunstancias y el entorno en que se producen: una valla metálica de cincuenta metros de largo y tres de alto pespunteada de alambre de espino preside el encuentro. De un lado, los obreros vestidos con la misma ropa de faena que llevaban la misma noche que recibieron las cartas de despido; del otro, esposas, hijos, nietos, padres y algún que otro amigo. "Esto es como Guantánamo", comenta uno de los encerrados. "A mí me recuerda esas imágenes que echa la tele de los campos de concentración", apunta la esposa de otro.

Lo primero que reciben los encerrados cuando reciben la visita de los suyos son gestos cariñosos, besos y manos entrelazadas que se funden con el acero de la valla metálica. Luego viene el intercambio de comida, unos dan túperes vacíos y otros entregan recipientes llenos para reponer fuerzas. "Hemos improvisado una cocinilla y, la verdad, lo que nos sobra es comida; hambre no pasamos", asegura Evaristo Fernández, a quien ayer visitaron su esposa y su hija, Ilana, recién llegada de viaje de estudios a Barcelona. "No le dijimos lo que está pasando para no preocuparla y amargarle el viaje de estudios; se ha enterado hoy", explicó la madre, Begoña Díaz. "Ojalá esto se arregle pronto y vuelvan todos a trabajar con normalidad. No pido más", añadió la hija a modo de deseo.