La presencia de la artista visual Amanda Coogan, ayer, en el Centro Niemeyer no dejó indiferente a cuantas personas siguieron la performance que realizó a lo largo del día en distintos espacios del centro cultural de la ría. Ataviada con unas mallas rojas sobre las que portaba un vestido de gasa con larga cola del mismo color, la creadora irlandesa interaccionó con la arquitectura del conjunto a través de pausados movimientos, rítmicos y armónicos, en los que dejaba patente un alto nivel de concentración, equilibrio y conexión con los elementos que la rodeaban.

Con el pelo recogido, sin joyas ni complementos, ligeramente maquillada y las uñas pintadas de color gris averdosado, Amanda Coogan recorrió por la mañana la marquesina del edificio administrativo y la pasarela del auditorio al tiempo que permitía al viento hacer volar unas cintas de color rojo que transformaban su estilizada figura en la de una bailarina o gimnasta. Por la tarde, la artista ocupó la cúpula y se desplazó por los espacios curvos que rodean las angulosas estructuras luminosas de Carlos Coronas que conforman la exposición "Los territorios soñados".

En un ambiente de silencio sepulcral sólo interrumpido por los disparos de las cámaras del público situado a pocos metros de distancia, Coogan ascendió y descendió en varias ocasiones, a paso lento, por la escalera de caracol. Repentinamente interrumpía la marcha y permanecía inmóvil, unas veces con la mirada centrada en un punto perdido, otras clavada en alguna persona próxima a la que mostraba una leve sonrisa. En este momento actuaba descalza, permitiéndole acentuar los movimientos de los pies, extremidad que junto a los brazos y las manos cobraron especial protagonismo. El vestido, que enroscaba y desenroscaba del cuerpo, contribuyó a potenciar la estética de la artista.