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Las cartas de Avilés y Comarca

Luanco

Aquel lugar donde pasábamos el verano era un pueblo costero de finales de los años veinte en el que al amanecer soplaba una acida brisa con olor a ocle y a flores silvestres. Un pueblo de pescadores con calles estrechas y empinadas en el que había un bar que se llamaba "La Carabina", una iglesia románica a cuya sombra crecía un pequeño jardín asomado tímidamente a la luz del mar Cantábrico y una calle principal que comenzaba en la Plaza del Ayuntamiento y terminaba en el atrio porticado de la iglesia. En ella, en la calle, a mitad de camino, cerca de la casa de mi abuela, se levantaba un pequeño Casino en el que los chicos mayores bailaban torpemente al son de "Yira", y los pequeños poníamos el gramófono de manivela para oír "Caminito" y "Volando hacía Río Janeiro" cuando los mayores se marchaban con las chicas y no nos dejaban ir con ellos porque iban a besarse.

Detrás del Ayuntamiento, en una nave con techo de uralita, al lado del Bar de Álvaro, montaban los jueves y los domingos un cine con sillas plegables de madera en el que "pasaban" una película del Oeste o una de las de Dick Turpin. El resto de las tardes en las que no había cine íbamos a las romerías de las aldeas vecinas, de excursión con los mayores hasta el Cabo Peñas? o nos obligaban a quedarnos en casa estudiando la asignatura que habíamos suspendido en junio.

En el viejo puerto, pulido por el viento y mordido por los agrios temporales del invierno amarraban una docena de "vaporas" boniteras con hermosos nombres de mujer, y a su lado bailaban en la dársena hasta diez o doce lanchas con unos cansados motores de gasóleo que tosían lastimosamente cuando al amanecer se iban a hacer la "bajura" y me despertaban con sus ruidos y con las voces roncas de los marineros que gritaban al halar los cabos al tiempo que embarcaban los palangres.

La habitación donde yo dormía con mi primo en casa de la abuela daba al malecón que espaldaba el muelle, y por la mañana, al amanecer, el sol que entraba salpicando de chispas azules los cristales de la ventana hacía que mi sueño fuera más liviano y que me despertaran fácilmente los ruidos del puerto. Al principio, siendo aún pequeño, cuando me desvelaban las toses de los motores y los gritos de los pescadores, me levantaba, bajaba a la rampa del puerto y pedía a los marineros que me llevaran con ellos; pero no querían, decían que era demasiado chico para embarcarme?Mas tarde, cuando ya había cumplido quince años, me dejaban subir a bordo, ayudarles en las faenas y considerarme como un compañero más.

Mucho tiempo después seguí siendo por el verano uno de sus camaradas de marea, y esa entrañable amistad de infancia nunca llegó a romperse?Ni siquiera en el 36 cuando surgió el drama de las dos Españas? Y eso que ellos y yo estábamos en Españas diferentes.

Aquellas "vaporas" de "altura", blancas como gaviotas y frágiles como "anduriñas", navegaban al carbón, estaban tripuladas por curtidos pescadores bajo el mando de un veterano capitán de costa que solo corregía rumbos a la estima para llegar a los caladeros del golfo de Vizcaya rastreando el bonito. En el mástil de popa de la pequeña embarcación ondeaba al viento una banderola de la marina española; porque los valientes barcos de madera de roble, que nunca desplazaban más de veinte toneladas, se adentraban fuera de aguas nacionales navegando osadamente hasta las aguas del Gran sol capeando sin inmutarse las fieras tormentas que se abrían en las aguas turbulentas del Fisterra.

El diez y seis de agosto, día de la Virgen, era la fiesta del pueblo. Las vaporas del puerto se engalanaban, había misa solemne, se montaba una carpa de circo donde se podía ver una muchacha con traje de ballerina haciendo ejercicios sobre el alambre y unos caricatos que lanzaban chorritos de agua por las orejas. La banda de música tocaba pasodobles en las calles, y cerca del circo se instalaba por la tarde un húngaro con un oso de los Carpatos que estaba atado con una cadena al cuello y se movía trabajosamente al son de la música zíngara.

A mí, aquel oso me daba un poco de pena al verlo moverse con desgana y con unos ojos tristes que añoraban los bosques de donde lo habían arrancado?.Muchos años después, escuchando en la plaza Andrassi la "Rapsodia Húngara" numero dos de Litsz, vino a mi memoria aquel oso que desde sus montañas había llegado, contra su voluntad, hasta la costa del Mar Cantábrico para entretener a los niños.

Desde aquellos veranos han pasado los años y el olvido, casi todos los amigos de entonces han desaparecido de mi vida, pero aún guardo en mi memoria el olor a las algas que quedaban al descubierto en las bajamares, el ruido de las olas lamiendo las rocas de la orilla ?y las niñas rubias de las que me enamoraba.

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