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El fundador

Los tres cuartos de siglo del colegio San Fernando

Tres cuartos de siglo, 75 años, es mucho tiempo -mejor, digamos que bastante- en la vida de las personas. Para las entidades sociales, las fundaciones o las instituciones el tiempo corre y se mide de otra manera. Con otros criterios, con otros parámetros. Y si tratamos con palabras piadosas y falaces la decrepitud y la vejez personal, la pérdida de vigor del cuerpo humano, con las que a menudo intentamos suavizar o disfrazar la vida de nuestros semejantes, no es el caso de las bien fundadas obras sociales.

Sus aniversarios, sus fechas más singulares, merecen criterios más objetivos, sin necesidad de metáforas forzadas o palabras gratuitas y regaladas. En el caso del San Fernando, a los antiguos alumnos, a los que venimos de la calle de La Magdalena, del chalecito original, nos produce un chute de euforia asomarnos ahora a las nuevas instalaciones de la avenida de San Agustín y constatar la vida y la pujanza de toda esa ciudad educativa que suma, con infancia y juventud, una tropa de más de 1.500 alumnos de todo el sistema no universitario. Sistema de nuevo ideario que a los saberes clásicos y viejas asignaturas agrega ahora los valores sociales, la interpretación musical, el respeto y cuidado del medio ambiente, la informática, las últimas tecnologías, los idiomas y la responsabilidad personal y social. Son, por tanto, los que cumple ahora el San Fernando 75 años de la mejor y más envidiada juventud.

Vencido por la memoria, yo, sin embargo, vuelvo la vista atrás y recuerdo, reitero y copio lo que ya en parte escribí sobre el chalecito de la palmera, aquel icono urbanístico, educativo y sentimental. Es demasiado tarde, tal vez ya no tenga ningún sentido denunciar a la asesina piqueta que se ha llevado por delante un edifico histórico de estética neoclásica/modernista, un palacete con aires de casona de indiano que se ha convertido, hoy, en una postal perfumada de recuerdos y añoranzas. Sólo queda en aquel descampado de desolación, la solitaria y perdida palmera, que fue siempre para nosotros -hoy más que nunca- un emblema y una resistencia: un tótem vegetal.

En esta rememoración personal tengo que recordar que aquel San Fernando era un colegio de inspiración formalista y religiosa, sin que, por ello, los actos patriótico-religiosos tuvieran una relevancia capital y una incidencia directa en la formación de los alumnos. Por ejemplo, y en contraste con el instituto, con el Carreño Miranda del que yo procedía, aquí no había formación obligada en el patio antes de iniciarse las clases, ni izado de la bandera, ni canciones imperiales para enardecer los ánimos y subliminalmente ir orientando la formación del espíritu nacional. Prácticamente todo el claustro de profesores lo constituían titulados seglares, e incluso algunas mujeres, entre las que recuerdo con especial cariño a Elisa Carvajal. Y a muchos otros docentes, siempre evocados, siempre en la memoria, como José Martínez, profesor de Matemáticas; Manuel Ramos, enamorado de su asignatura de Lengua y Literatura y forofo de Antonio Machado; a Enrique Álvarez, un latinista de larga paciencia; no olvido a José Luis Piñeiro, el amo del salón de estudios, el vigilante por excelencia; a Eliseo Remy, don Remy, del que decíamos era el profesor de Música, aunque lo suyo eran los números y las formulaciones; a Óscar Fleites, huido de las libertades de Fidel Castro, nuestro experto profesor de Gimnasia y a Julio López, responsable de Geografía e Historia, jefe de estudios y autoridad por excelencia. Entre aquel claustro de profesores, gente de confianza del fundador, de don Víctor, era patente, sobre todo, la presencia de José Martínez Pérez, de formación y maneras británicas, profesor de inglés, sobrino de don Víctor y futuro heredero del puesto de director.

Yo llegué al San Fernando en el curso del 64, trasvasado del Carreño Miranda, que tenía vasos comunicantes con el instituto porque los vagos y distraídos encontraban acomodo en el San Fernando y con el plus añadido de que el colegio abría los meses de verano para las recuperaciones de septiembre, que siempre eran una tranquilidad y una garantía para los padres de los reprobados. Llegué, por tanto, 23 años después de la fundación, con la institución ya muy asentada y con el fundador presente y lejano en el torreón del chalecito.

Don Víctor Alvera era un cura diocesano, de grados civiles y eclesiásticos, un hombre ilustrado y de preocupaciones sociales que, ante la demanda y la necesidad de la sociedad avilesina y la falta de interés o la lejanía de las grandes órdenes religiosas de la enseñanza, se lió la sotana a la cabeza y plantó sus saberes y su ideario en la calle de La Magdalena, es obvio que con el apoyo y la tutela del Arzobispado de Oviedo, entre cuyos titulares contaríamos con el de Vicente Enrique y Tarancón, con el luego cardenal primado de la Transición. Con el don Víctor pionero y fundador -reitero lo que dije en su día- tiene esta ciudad una deuda de gratitud y de reconocimiento público, que sería justo saldar antes de que la incuria y el olvido vuelvan a tomar protagonismo, como con el chalé fundacional.

Estos recuerdos, estas remembranzas tampoco quiero que queden simplemente en eso, o que sean ajenas a la realidad. Soy consciente del gran debate generado sobre la educación en nuestros días, sobre las guerras de partidos, las manifestaciones y mareas verdes, los juegos e intereses de grupo y el propósito de imponer el modelo propio y la cerrazón al pacto de Estado que la educación necesita. Constato también con sorpresa los suspensos que los sucesivos informes Pisa nos otorgan. Los mediocres resultados que obtenemos en Matemáticas, Ciencias o capacidad lectora, el que nos situemos -nos sitúen- 23 puntos por debajo de la media de las sociedades desarrolladas, entre los puestos 27 y 31 de un total de 44 países, y que el abandono y el fracaso escolar tengan un preocupante protagonismo. La calidad educativa continúa siendo la gran disciplina pendiente de la educación española, pero tampoco podemos negar la pérdida de autoridad de los profesores, la violencia escolar y la intolerancia de muchos de esos teóricos de la educación. No pongamos el foco en el rechazo de los centros concertados, caldo de todos los debates, porque no creo que ellos sean un punto capital, neurálgico, de la cuestión. Ésa es, además, una constante mentirosa, máxime cuando esos conciertos fueron un planteamiento, una creación de la izquierda en el primer Gobierno del PSOE y esa red paralela de centros prestados de que pudo y puede disponer el Estado ha contribuido en gran manera a la universalización de la educación y a la mejora de su nivel. Por algo, aún hoy en día, continúan como los primeros en las preferencias de los padres y, por algo, son los más demandados.

Me gusta un Estado neutral, libertad para la elección de centro y respeto al mandato constitucional -artículo 27, apartado 3 de nuestra Carta Magna- que garantiza por medio de los poderes públicos el derecho que asiste a los padres, si así lo quieren, para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Arrebatar a los padres esa opción equivale a esterilizar la influencia y la fuerza moral de las familias.

E insisto en la decisión de elegir a los maestros, porque estoy en total desacuerdo con el filósofo José Antonio Marina y otros teóricos de la moderna ilustración que piden la implicación y el compromiso directo de los progenitores. Esas cuestiones nos desbordan y deben dejarse en manos de profesionales, de acuerdo con determinadas pautas y criterios generales. Que no nos pidan a estas alturas que vayamos a una escuela de padres o que nos convirtamos en los profesores de los docentes de nuestros hijos.

La educación, la gran palanca para la transformación de la sociedad, la única puerta para el progreso y el cambio, me temo, sin embargo, que seguirá entre diatribas y polémicas. Así fue en el pasado, según regímenes, gobiernos e ideologías, y así continuará siendo en el futuro de acuerdo con los nuevos idearios o las viejas y redivivas doctrinas.

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