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Concejo De Bildeo | Crónicas Del Municipio Imposible

Francisco Pin

La respuesta de un carpintero itinerante, que estaba sordo como una tapia, a un par de serradores que andaban de paso por el pueblo

Francisco Pin

De nuestro corresponsal, Falcatrúas.

Francisco Pin (Francisco de Casa Pin) era un carpintero itinerante, solía desplazarse de casa en casa para remendar una panera, ajustar una puerta, cosas así. Pero los encargos escaseaban y nuestro hombre pasaba necesidad. Por eso, cuando recibía un aviso de trabajo de otra localidad, especialmente de Bildeo, donde siempre lo trataban bien, metía con presteza un puñado de herramientas en la cesta: azuela, gubia, cepillo, mazo, martillo de uña, berbiquí, unos formones, puntas de varios calibres, pasaba el mango del hacho por el asa de la cesta, al hombro con todo y tiraba para allá.

Era costumbre que la casa que tuviese obreros trabajando proporcionase cama y comida al personal contratado, fuesen carpinteros, serradores, albañiles, segadores, etcétera. En el caso de algunos asiduos, como Francisco Pin, solía ocurrir que al estar trabajando en una casa lo llamasen de otra y tal vez de una tercera y de una cuarta, para solucionar trabajos pendientes durante meses o años. Si a una vecina se le ocurría reparar la puerta del hórreo, a la de más allá no le faltaba un arca que arreglar y no faltaba otra que necesitaba reponer las bisagras de unas ventanas.

La gente apreciaba a Francisco, era un buen profesional, serio y trabajador, aunque tenía una característica que resultaba comprometedora para sus clientes: hablaba solo, una manía de los carpinteros sordos. Estaba como una tapia y de aquella no había altavoces para las orejas, como ahora. Cada mañana, mientras se preparaba para desayunar y empezar la jornada, iba recitando lo que le habían dado de comer en cada una de las casas donde había estado; los caseros del momento no necesitaban andar con más averiguaciones, el paisano hablaba alto, como buen sordo, y ellos tomaban nota para no quedar mal, sabiendo que cuando acabase su tarea en aquella vivienda iba a cantar en la siguiente el menú recibido.

-"Arriba, Francisco Pin, -se decía a sí mismo, animándose para dejar la cama y arrancar el motor-, que en buena hora viniste pa Bildeo. En Cá la Llábana, dante cuecho pa desayunar, cuecho pa comer, ya cuecho pa cenar; (cuecho, harina de maíz cocida con agua); en Cá Vicente, dante carne con patacas; en Cá Fonso, dante café y borrachinos; en Cá la Aragonesa, dante huevos fritos y cuayada...".

En una ocasión, estaba Francisco Pin trabajando en el tejado de un hórreo, cuando llegaron dos serradores a la misma casa en la que él estaba. Antaño los serradores iban en parejas por los pueblos, serrando troncos para sacar vigas y tablas con una sierra de aire, un tronzador grande, especial para trabajar en vertical, con un serrador por encima de la viga y el otro por debajo; el de arriba empuñaba el asa fija, mientras el de abajo situaba el asa desplazable donde conviniese, según la altura. Ambos operarios tenían que entenderse muy bien, para coordinar esfuerzos, avanzando por las marcas con la sierra bien derecha y aplomada a lo largo de los cinco o seis metros de la viga.

Aquellos serradores eran bromistas consumados y tomaron el pelo a Francisco Pin todo cuanto quisieron día tras día, abusando de su poco oído, que no daba abasto a tantas chanzas y burlas. Sordo, sí, pero tonto no. Cada noche, mientras ellos echaban la partida en la cantina de Francisco el Taberneiro, nuestro hombre se mantuvo en casa tallando unas piezas de madera, que acabo barnizando adecuadamente, guardándolas entre sus cosas.

La noche de la despedida de los serradores, pasarían años sin volver por el pueblo, encargaron una buena cena en la cantina. Benita, la mujer del Taberneiro, les adelantó que iban a cenar algo que nunca habían probado.

-Benita, nosotros somos de buen comer, anduvimos mucho y comimos en restaurantes de Oviedo y Madrid, pero bueno, sorpréndanos usted, a ver qué nos pone.

El Taberneiro llenó de nuevo la jarra de porcelana en el pellejo barrigudo que ocupaba medio banco de la bodega, tomaron unos cuantos vasos y cuando la cocinera llamó a fajina, fueron para allá. En cada plato yacían dos truchas de campeonato rellenas con jamón, sobre un lecho de patatas panaderas y acompañadas de una generosa tortilla francesa que medio las tapaba. Olía a gloria.

Poseídos de un hambre canina, se lanzaron a comer con tantas ganas que al pincharlas saltaron las truchas de ambos platos, tal vez buscando en la mesa el río protector, arrastrando con patatas y tortillas. Con extrañeza, recogieron el amasijo de comida para volverlo al redil del plato, dándose cuenta de que las truchas no eran tales, sino cuatro tallas de madera perfectas, hasta lucían pintas de arco iris...

Un poco más allá, Francisco Pin saboreaba un vaso de vino al calor de la cocina de leña.

Seguiremos informando.

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