La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La mansión de los cuentos

Albertín y el xato

La confusión del pequeñajo avilesino con los animales, su supuesta pasión por los perros y las risas de sus padres durante un viaje en coche

Dulce Victoria Pérez, con los alumnos de las Doroteas, durante una lectura de cuentos de LA NUEVA ESPAÑA de Avilés. MARA VILLAMUZA

Hola amigos. Últimamente me dicen muchos niños que han visto a Ratonchi correteando por las calles de Avilés e incluso por casa, y no es de extrañar, ya que con este frío no hay mejor sitio para estar que en casa con una buena manta y leyendo un cuento. Por cierto, no nos podemos olvidar de Albertín, ese pequeñajo tan travieso. Así que la buena de Peladilla nos cuenta otra de sus aventuras.

Los papás de Albertín observaban desde hacía tiempo el amor que el pequeño tenía hacía los perros y decidieron que le regalarían uno, pese a que en casa, ya tienen un gato. Así que un día se dirigieron al albergue, donde un montón de perritos esperaban ser acogidos por buenas personas que les diesen una oportunidad para demostrar su amor incondicional. Animalitos que nunca debieron llegar hasta ahí, pero que, con la ayuda de la gente buena, saldrán adelante y tendrán una nueva vida repleta de amor.

Alberto iba de la mano de su mamá mientras veían y acariciaban a los perritos deseosos de ir a casa del pequeño. Nuestro amigo reía con cada lametón que los perritos le daban en su manita.

Pasada la media hora, los papás decidieron que era el momento de escoger a una de esas adorables criaturas. Tenían pena de escoger solo a uno y no poder llevárselos a todos.

-Ojalá tuviésemos una casa enorme para llevar a todos estos animalitos indefensos,- decía la mamá de Alberto.

-Bueno,- dijo el papá. -Es hora de decidirse, ¿qué perrito quieres que nos llevemos a casa?, - preguntó sonriente a su hijo.

Alberto alzó el brazo. Con su dedo índice comenzó a señalar a todos y cada uno de los perros al tiempo que decía:

-Ete no-, y señalaba a otro mientras movía la cabeza en señal de negación. -Ete no, ete no, ete no...

Y así hasta que llegó al último de los perritos.

-Pero Alberto, a ti te encantan los perros, ¿Por qué no quieres ninguno?, -preguntó asombrada su mamá.

-No, no, no, -decía Alberto, enfurruñado, con sus morritos sacados.

Alberto había llegado al albergue con mucha alegría, pero en el momento en el que los papás quisieron decidirse por un perrito su carácter cambió repentinamente.

Sus papás no comprendían nada. Se despidieron de todos los animales hasta la semana siguiente, pues cada seis u ocho días les llevan pienso y alguna que otra chuchería.

Salieron del recinto y sentaron a Alberto en la sillita del automóvil.

-Alberto, ¿pero por qué no quisiste ningún perrito?, -insistía su papá.

-No, no, no, -continuaba enfurruñado el pequeño.

El papá arrancó el coche y tomó la dirección de camino a casa.

Cuando llegaron, Albertín alzó la vista. Sus ojos se iluminaron como nunca. Su sonrisa casi le llegaba de oreja a oreja. El pequeño reía maravillado.

Su papá lo vio por el retrovisor del coche.

-¿Qué pasa Albertín?

El niño estiró su brazo, su dedo índice señalaba a un punto fijo tras la ventana del vehículo.

-¡Guauguau! ¡Guauguau!, - decía feliz el jovencito.

Sus padres miraban a través de la ventana intrigados, pues no veían por los alrededores ningún "guauguau", que diga perro.

-¡Guauguau!, -continuaba insistente el pequeño.

-Pero Alberto, ¿dónde ves tú un perrín?, -dijo intrigada su madre.

Entonces, el pequeño agarró la cara de su madre y la giró hacía el punto exacto.

Los padres se percataron de lo que Alberto veía.

-Pero chico, ¡eso no es un perro, es un xato!, -dijo el papá entre risas.

Continuará...

Compartir el artículo

stats