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Albertín y el caracol

La afición del travieso avilesino a saltar en los charcos y la curiosa costumbre de su madre cuando camina por la calle los días de lluvia

Alumnos del colegio Santo Tomás, durante una sesión de lectura de algunos de los cuentos publicados en LA NUEVA ESPAÑA. RICARDO SOLÍS

Hola amigos. Ratonchi está contentísimo porque se ha enterado que muchos niños se van a disfrazar este año de él. Ver a niños y mayores disfrazados de Ratonchi le resulta tan divertido que últimamente está de lo más inquieto y no para de hacer travesuras... ¡Y hablando de travesuras! Os voy a contar otra de Albertín...

Los días de lluvia son un verdadero aburrimiento, aquí en Avilés y en cualquier parte del mundo. Y, últimamente, estamos teniendo bastantes. Pero, para nuestro amigo Albertín, los días lluviosos tienen algo muy especial. Los suelos están llenos de charcos donde saltar y salpicar (sobre todo, los zapatos nuevos de su madre) y las hojas de los árboles arrancadas por el viento se quedan pegadas a la acera, lo que le resulta muy divertido. Pero hay algo que para Albertín es lo más: los caracoles. Sí, habéis leído bien, he escrito "caracoles".

Cuando llueve, estos animalitos salen a pasear, a su ritmo, sin prisa ninguna. Si os dais cuenta, después de la lluvia, hay lugares que se llenan de caracoles. Para Alberto esto es un espectáculo verdaderamente maravilloso. Cuando los ve desde lo lejos comienza a correr, pero cuando ya está muy cerca de ellos pisa muy suave y con mucho cuidado para no molestar a ninguno. Entonces, se agacha y los mira fijamente. Primero uno, luego el de al lado, y así con todos. Se agacha y entorna su cabeza como si los caracoles tratasen de decirle algo al oído, después se ríe y contesta con un sí o un no, depende... Realmente parece que estuviese manteniendo una conversación súper animada con un caracol.

Su madre adora los animales. Es incapaz de darle un soplido a una mosca para apartarla por miedo a hacerle daño. Cuando llueve, la mamá de Alberto no hace otra cosa que andar agachada por las aceras cogiendo caracoles por miedo a que alguien los pise. Los posa en su mano con muchísimo cuidado mientras ellos se esconden en su caparazón, para después llevarlos al prao más cercano, lugar que estima conveniente para que así ningún descerebrado los pise sin piedad mientras camina por la acera.

El trayecto se hace interminable cuando llueve o acaba de llover y está todo mojado, justo cuando Alberto sale de paseo con su madre. A menudo, cuando llegan a casa, el padre les pregunta: "¿Cómo habéis tardado tanto si solo ibais a comprar el pan y la panadería está justo en frente?". Y es que, entre que Alberto tiene que saltar en todos los charcos habidos y por haber y su madre coger dos millones de caracoles, el tiempo se les echa encima.

Lo peor ocurrió esta semana. Esperaron a que parase de llover para salir a comprar el pan. Albertín ya se había puesto sus botas de agua, ya estaba preparado para saltar en todos los charcos. Salieron de casa y, mientras el niño jugaba en los charcos a salpicar como si no hubiese mañana, su madre comenzó a coger los caracoles con mucho cariño y a apartarlos.

Según "salvaba" la vida de un caracol, avanzaba un paso y se encontraba otro, por lo que llevaba a cabo el mismo protocolo hasta que podía avanzar unos metros. Se sentía bien consigo misma y sabía que esos indefensos animalillos se lo agradecerían. Mientras tanto, el pequeño seguía entretenido a espaldas de su madre, que por cierto hacía un rato que no escuchaba el "zas, zas" de sus saltos en charcos. Imaginó que ahora estaría "hablando con los animales". Aún así, alzó la voz para llamar a Albertín, aunque sin mirar, y se tranquilizó cuando él le respondió rápidamente con un "¿qué?" cerca de ella. La mujer seguía concentrada, acabando su tarea.

Cuando por fin ya estaban todos los animales a salvo, se giró para coger a su hijo, pero de pronto la humanidad ensordeció al grito de ¡¡Albertooooo!! El pequeño respondió a su madre con una sonrisa de oreja a oreja, la misma que pone cuando hace sus mayores travesuras. Conforme su madre avanzaba, el pequeño iba por detrás reponiendo a los caracoles al lugar donde su madre los había cogido, con lo que la acera, estaba repleta de caracoles nuevamente. De nada había servido todo el trabajo que hizo su madre.

Pero es que el pequeño, que habla con los caracoles, o al menos eso es lo que él cree, veía las cosas de una manera totalmente diferente a la de su madre. La intención de ella es quitar a los caracoles de la acera para que nadie los pise y les haga daño, pero Alberto cree que a esos pobres animalitos les lleva horas, qué digo horas, ¡un día entero! para cruzar tres metros; y cuando por fin lo están consiguiendo, estando al límite de sus fuerzas, llega su madre a chafarles la fiesta. Adiós a todo su trabajo, de vuelta al prado de donde salieron.

Alberto pensaba que su madre no tenía ninguna razón, así que hizo lo que normalmente nunca hace en casa y está cansado de oír: "Cuando acabes de jugar hay que recoger". Y eso mismo fue lo que hizo, recoger los caracoles y ponerlos donde querían estar.

Comenzaba a llover, así que su madre, enfadada, agarró al niño de la mano y volvieron a casa sin articular ni media palabra. Cuando llegaron, su padre los miró fijamente. Su madre tenía el pelo pingando y cara de muy pocos amigos. Alberto tenía el pantalón lleno de barro de saltar en los charcos y las uñas negras de andar por el prao. De las manos... mejor no decir nada. Así que corrió a dar una abrazo a su papá. Os podéis imaginar cómo le dejó...

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