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Los caballos de la Guardia Real (I)

El espectáculo equino en un castillo francés y la extraña ausencia de dos ejemplares en las cuadras al terminar el desfile

Alumnos del colegio de La Carriona, durante una actividad de lectura sobre los cuentos publicados en LA NUEVA ESPAÑA de Avilés. RICARDO SOLÍS

Queridos amigos, ya van muchos cuentos aquí escritos, pero este es bastante especial porque en él aparezco yo como una de las protagonistas de la historia y eso suele ser poco frecuente. Sentaos y comenzar a leer tranquilamente porque lo que aquí os voy a relatar es una historia llena de magia, ya veréis. ¿Os parece si empezamos?

Hace unos meses, tuve la suerte de presenciar un acto precioso en mi querida Francia. Estaba visitando el castillo de Chambord, uno de los más bonitos del país galo.

Andaba pendiente del reloj, porque sabía que a las doce en punto se realizaría un acto que pocas veces se podía ver: se trataba del cambio de guardia protagonizado por los caballos y yeguas de la Guardia Real y sus jinetes y amazonas.

Tras visitar el interior del castillo, salí al patio, que por cierto era enorme y estaba lleno de gente; turistas de todos los países estaban esperando el acto del cambio de guardia. Cuando pude hacerme un hueco desde el que se podía ver bien, justo en ese momento, me quedé maravillada. Frente a mí venía un grupo de caballos desfilando al paso, tremendamente elegantes. Llegaban cuatro caballos, tras ellos otros dos y cerrando el desfile seis más. Eran los caballos y las yeguas más preciosos que había visto en mi vida, los caballos de la Guardia Real. Todos llevaban las monturas y las riendas rojas, a juego con el uniforme de sus jinetes y amazonas, que era rojo y azul marino. Pero hubo algo que me llamó más la atención. La pareja de caballos que iban en el centro del desfile eran verdaderamente sublimes. Uno era de color marrón, con el pelo de la crin trenzado a la perfección y el de la cola recogido. En su montura podía leer su nombre: se llamaba "Nelson". El otro caballo era negro, con un pelaje altamente brillante, también trenzado y de cola recogida; su nombre era "Wellington".

Todos los caballos eran elegantes, pero "Nelson" y "Wellington" lo eran más; eran verdaderamente sublimes y también presumidos. Paseaban con la cabeza bien alta, mirando orgullosos al público que les aplaudía. Sabían que eran preciosos y les encantaba que todos les admirasen. Pero hubo algo que llamó más aún mi atención. La pareja de caballos paseaba totalmente coordinada, llevaba el paso muy bien marcado, pero a veces ambos acercaban sus cabezas y movían sus grandes labios. Realmente, parecían hablar. Me hizo gracia y proseguí viendo el magnífico desfile. Los jinetes hicieron parar sus caballos en el centro del patio. Se acercaron marcando el paso seis nuevos Guardias Reales, uno tocando el tambor y otro una flauta. El público permanecía inmóvil. Los jinetes que estaban montados a caballo se apearon, siempre coordinados, y se dirigieron hacia el interior del castillo, mientras los nuevos guardias, marcando rigurosamente el paso, fueron llegando a sus caballos y se montaron en ellos. El público comenzó a aplaudir y el desfile continuó hacia la salida del castillo, donde el acto concluiría. Habían hecho el cambio de guardia.

Cuando el desfile llegó a la puerta del castillo entre aplausos del público, la gente comenzó a dispersarse, pues ya había acabado todo. En ese momento, entre tanta gente, me despisté. Miraba a un lado a otro y solo veía personas, hasta que algo captó mi atención. Era un lugar con un precioso cartel rojo con letras doradas; parecía mágico y sacado de otra época, ese lugar era la cuadra real. Sabía que las cuadras no estaban abiertas al público, pero la puerta estaba entreabierta: quizá alguno de los guardias había olvidado cerrarla, y la curiosidad se apoderó de mí, con lo que me acerqué sonriente a ese lugar.

Cuando iba a abrir la puerta, escuché murmullos y risas y me detuve, pues no quería que nadie me viese y mucho menos que me tuviese que regañar. Me apoyé sin querer en la puerta y la abrí de golpe, sonando un chirrido agudo. De pronto accedí al interior de las cuadras y, asustada, miré a mi alrededor esperando encontrarme con algún guardia que me recordase que ahí no podía estar, pero con lo que me encontré fue con todos los caballos y yeguas mirándome. Ese lugar era maravilloso, eran las cuadras de los caballos de la Guardia Real, tan lujosas y elegantes como los animales. Me alegró ver ese lugar tan cuidado. A los caballos no les faltaba de nada, ni siquiera sus nombres grabados en letras doradas en cada portezuela. Pude leer nombres como "Iris", "Virtual", "Belinda", "Garfield", y como no, "Nelson" y "Wellington". Todos estaban en sus cuadras menos los dos últimos, que aún no habían llegado tras el desfile.

Continuará...

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