"¿Por qué no me escribes?" Presumo que era joven quien escribió estas palabras con la dulce congoja del amante desterrado espinando su corazón. Era joven, su melancolía frágil y quebradiza y anidaba en su pecho esa audacia destructiva que incita a resucitar, en arrebatada desesperanza, las emociones sepultadas bajo la arboleda del último paseo.

¿Hubo respuesta después de aquella postal? Despojadas de la voz que añoramos, hay múltiples epístolas sin contestar, de prosa muerta como trigal agostado, estériles e incompletas, pues las tiernas palabras que nuestra mente idea, susurradas en los labios que anhelamos, se pierden en el largo camino que nos distancia.

Era joven y su piel joven vestía de caqui; sus brazos, musculados por el fusil y la pala, portaban el fugaz ropaje de la juventud en guerra. Deletreó y leyó y repasó las frases escogidas una y otra vez. ¿Eran adecuadas? ¿Expresaban adecuadamente, con sutil vacilación, los sentimientos que se precipitan en el vacío? Dudó y reescribió una y otra vez, sopesó dubitativo cualquier inconstancia, cualquier incertidumbre, una tilde claveteada sobre una errática letra, un adjetivo inapropiado. Ella interpretaría las señales veladas en el lenguaje inseguro, siempre equívoco, del amor reticente.

Madrid reposaba. En el anverso sonreía una cupletera teñida de purpurina. En el anverso las palabras no sonreían. Quizá la fotografía coloreada de Pepita Sevilla resultase indecorosa, pensó, quizá su frívola apariencia desluciese los taciturnos pensamientos que deseaba hacerle llegar. Había buscado en El Rastro, sin éxito alguno, la estampa de un paisaje exótico, pero en los paisajes que la guerra conmueve, las postales se agotan con mayor apresura que las vidas.

"¿Por qué no escribes?", garrapateó con letra deprimida sobre el cartón blanquecino. Hubiese bastado con esa pregunta. El amor que toca a rebato ha perdido los cinco sentidos; el sexto es un llanto quemado, un idioma extranjero e inescrutable y únicamente un silencio sin fronteras responde con mudo y turbado despecho. Timbró la postal en la oficina del barracón. El valijero transportó la postal en un saco hinchado de cartas. El saco circuló a trompicones en un vagón correo que se desplazaba con desgana por páramos achaparrados. Había un lugar de destino para la misiva: Salinas. Había firma y letra curvada, eso nunca faltó. ¿Pero hubo contestación?