Las Navidades eran una locura en La Colosal, la tienda de ultramarinos que fundó a principios del pasado siglo el sombrerero cubano Florentino García y que a principios de los cincuenta pasó a manos del avilesino de Valliniello Marcelino Rodríguez. Su hijo menor, Javier, se ve de nuevo siendo un niño, forrando de cartón las cestas de metal donde aún hoy se exponen hortalizas y que en aquellas vorágines de antaño le servían de cuna para descansar un rato antes de seguir la faena. Ahora, a los 51, mantiene vivo el negocio familiar de la calle San Francisco, el único en Avilés de sus características. Es el gran superviviente del comercio tradicional avilesino.

Marcelino Rodríguez, padre de Javier, empezó a trabajar en la tienda de ultramarinos que primero ocupó la Ferretería Prada cuando tan solo tenía 14 años. En aquellos tiempos, prácticamente todo se vendía a granel y los sacos de garbanzos, cacahuetes y harina llegaban en carretillos desde los Almacenes de Balsera, en la ría. Fue en 1952 cuando Marcelino se hizo con el traspaso de la tienda y el año de su boda con América Suárez, matrimonio del que nacieron siete hijos, cinco mujeres y dos varones.

Toda la prole, salvo Javier, nació en la tienda (en la parte trasera estaba habilitada antiguamente como vivienda). El menor de los siete hermanos vino al mundo en 1967 en el Hospital de Caridad. "Vivimos aquí mismo hasta que yo tenía cuatro o cinco años, hasta que nos fuimos al piso de arriba", relata el ahora vecino de Illas.

La infancia y juventud transcurrió entre el colegio y la tienda, entre el instituto masculino y la tienda, entre Maestría y la tienda. "Se trabajaba para casa, nadie cobraba, y tuve que buscarme la vida, como todos mis hermanos", explica el comerciante. Y Javier se la buscó en el sector de la automoción, como pintor de coches. Pero los suyos no tardaron en reclamarle.

El patriarca, hasta el último día al pie del cañón de su Colosal, falleció en 1995 y su esposa América pidió al menor de sus hijos dos años después que se hiciera cargo del negocio familiar. O asía el timón del negocio, o echaba el cierre. "La verdad es que no lo cogí con ganas, pero me daba mucha pena. Fue por añoranza y cariño a la tienda. Si fuera hoy, no lo habría cogido, el comercio supone mucho tiempo y sacrificio, llevo cinco años sin vacaciones. Mi hermana era la que me cubría en vacaciones, pero se prejubiló hace cinco años y no tengo a quién dejar aquí", relata.

La Colosal fue la vida de su padre y también es ahora la suya, pero en su caso más "por obligación" que por placer. La suya es una tienda de toda de la vida, de las pocas de ultramarinos que perviven en las ciudades asturianas. "No sé ni cómo he llegado hasta aquí, la verdad, sacrificando temas personales y poniendo a la venta cosas que no se encuentran en otros sitios", prosigue.

Esa siempre ha sido una de las señas de identidad de la tienda de la calle San Francisco, que fue el primer establecimiento de la ciudad en vender productos de dietética y delicatessen. "Desde hace cinco años vendemos en exclusiva en Avilés las moscovitas. En repostería tenemos almendra molida, azúcar glass, todo lo que se necesita para hacer bollos de Pascua, turrones... Y bacalao seco, salado, se encuentra en muy pocos sitios, y así es como sabe de verdad el bacalao", dice el de La Colosal.

Son muchos los avilesinos que recuerdan el isocarro de La Colosal, aquella moto con un toldo verde en la que Manolo Honrubia hacía los repartos por los domicilios de La Colosal, un servicio que también conserva hoy Javier. "Soy polifacético, hago de todo", dice entre risas.

El establecimiento ha pasado por muchas crisis, una de las que más miedo provocó fue la reconversión industrial y la llegada de los supermercados. La del pequeño comercio es una crisis constante: "Entre la carga fiscal y el recibo de la luz, trabajas para pagar". El turismo se ha convertido en la salvación de los veranos de La Colosal, una atracción más para los visitantes: "Si cobrara un euro a cada uno que entra a ver la tienda, tendría una buena paga a final de mes", bromea.

El tiempo parece pararse en La Colosal, la vida de Marcelino Rodríguez que se ha convertido también en la de su hijo. El mismo día que falleció dijo a los suyos: "Tengo que bajar a la tienda, todavía tengo que hacer unas cosas". Siempre quiso que la tienda no muriera y Javier la mantiene viva.