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GUILLERMO PELAYO BARQUÍN | BARQUILLERO

Un hombre sin aditivos

El vendedor de obleas, que ha recibido el apoyo popular por un conflicto con un bar, es todo carisma

Guillermo Pelayo, en la calle Rivero. RICARDO SOLÍS

La vida de Guillermo Pelayo Barquín, 57 años cumplidos y cuarta generación de barquilleros llegados a Asturias desde los valles pasiegos de Cantabria, no tiene secretos; la receta de sus barquillos, más misterio que la Coca Cola, de cuya fórmula se saben ya todos los ingredientes menos el famoso "componente secreto", probablemente una estrategia de marketing. Esta semana, la comarca se volcó con él después de que un bar de Salinas llamara a la Policía Local para que no vendiera junto a su puerta.

-¿Con qué hace usted la masa de sus barquillos señor Pelayo?

-Con harina de trigo, jarabes de fruta y azúcares.

-¿Qué frutas?

-Varias.

-¿Qué tipos de azúcares?

-Unos especiales.

Y de ahí no le sacas. Pone cara de pillo y se cierra en banda a dar más detalles. ¡Caray con el barquillero, no es celoso de lo suyo!

A diferencia de los ingredientes de los barquillos que elabora todas las mañanas alumbrado por la luz del alba en la casa-obrador de la calle Rivero, donde vive, la vida de Guillermo Pelayo es transparente, como ya ha sido dicho. Se levanta a las 6 de la mañana -a las 4 si es tiempo de verano y hay que ir a vender barquillos a la playa de Salinas- y elabora los apreciados barquillos que vende por la calle a 70 céntimos de euro la unidad, que fueron 50 céntimos hasta bien reciente, cuando los propios clientes le animaron a actualizar un precio que se había mantenido inmutable durante 16 años, crisis incluida.

Hacer un barquillo "a lo Pelayo" tiene su intríngulis: cada pieza lleva seis capas de oblea (la de los ingredientes secretos) y cinco de melaza, que no miel como piensa la mayoría de la gente; una a una, hay que ir superponiendo las once capas. Y cuando la remesa diaria está lista, al bombo, ese recipiente rojo chillón que atrae la mirada de los niños -y la de los que lo fueron algún día- como un imán las virutas de hierro.

Con el bombo lleno, lo que queda es patear la calle, la playa o el paseo marítimo de Salinas, donde hace una semana Pelayo tuvo un desagradable incidente con un hostelero quejoso con su presencia que acabó convirtiendo al humilde barquillero avilesino en "trending topic" comarcal con la inestimable ayuda de las redes sociales. Pero como de ese incidente ya no quiere hablar bajo ningún concepto el bueno de Guillermo Pelayo, hay que pasar la página y rematar el relato de la jornada diaria del barquillero, que suele finalizar al anochecer. La cena suele ser en familia y sin demora, para la cama, que al día siguiente se madruga. Y así todos los días de la semana, todas las semanas del año. Guillermo Pelayo es de esos raros españoles que nunca ha tenido vacaciones, o al menos si las tuvo no las recuerda. "Es que soy autónomo", bromea al respecto. Eso y que para sacar adelante a una familia a razón de 70 céntimos el barquillo, hay que vender muchos barquillos.

Así pues, el trabajo de Guillermo Pelayo es aparentemente sencillo: hacer barquillos y venderlos. Parece fácil. Lo que le convierte en un personaje único es que es un hombre que goza del cariño popular avilesino por cómo hace ese trabajo -todo dulzura, nunca una mala cara, siempre una palabra amable- y por la carga emotiva que tiene el mismo: está demostrado científicamente que la pituitaria -el universo de los aromas- es un poderosísimo estimulante sensorial. Un olor, un sabor, es capaz de transportarnos a nuestra infancia, a un momento feliz del pasado. Y claro, ¿quién no asocia el hecho de comerse un sabroso barquillo con un placentero paseo infantil de la mano de los padres o, incluso, con los primeros escarceos amorosos de la adolescencia?

Guillermo Pelayo, desaparecidas las avellaneras como la recordada Consuelín y jubilados los heladeros de "Los Valencianos" que iban por la calle con el carrito como Tonín y Maximiliano, es el último bastión de unos profesionales que hacían felices a la gente, ya fuera con sus mercancías o con su sola presencia. Véase un ejemplo de esto último: cierta niña avilesina pizpireta de ojos muy azules se acerca siempre que pasa por Las Meanas a la esquina donde se pone Pelayo con su inconfundible bombo rojo y la chaquetilla blanca para saludarle y desearle buen día. A veces le compra un barquillo, pero no siempre; lo que la niña aprecia de verdad es la divertida complicidad del barquillero.

Ese es el tipo de cosas por las que Guillermo Pelayo se siente un hombre rico e inmensamente feliz. Ese es el combustible que mantiene viva la llama de la ilusión por el oficio que le enseñó cuando solo tenía diez años su padre; y a este el suyo, y así cuatro generaciones atrás hasta dar con Amable Pelayo, el primer barquillero de la familia, un hombre que conquistó los Campos Eliseos de París con un bombo lleno de galletas melosas.

El futuro del barquillo, por más que la moderna industria del chuche se antoje un gigante como Goliat a ojos del modesto David que representa Guillermo Pelayo, está garantizado a corto y medio plazo, incluso puede que más allá si, como suplica el barquillero avilesino, "el Gobierno deja de poner trabas de todo tipo, desde económicas a sanitarias". El hombre del bombo rojo asegura tener cuerda para rato, y más después del chute de moral que le han dado los cientos de muestras de cariño recibidas por culpa del incidente del que no quiere hablar ni que se hable. De jubilarse, nanai de la china. "Yo soy autónomo, ¡ho!", repite como un soniquete. O sea que hay barquillos de Pelayo para rato, siempre endulzados con el único ingrediente de la fórmula que no es secreto: una sonrisa franca, cálida y honesta.

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