Me nacieron en estos valles del Trubia (buhardilla de las Consistoriales de Teverga, al arrullo del péndulo de un reloj y de la canción de cuna de una campana) tres años después de que a John Ford le concedieran cinco «Oscar» por la dirección de una obra maestra del cine. Fue el mismo día en que Rodrigo de Triana anunciara -desde la cofa de una carabela- que, allá en lontananza, acababa de vislumbrar las tierras del Nuevo Mundo y yo la luz del día por primera vez.

En la película de mi vida, Walter Pidgeon encarnaba la figura apuesta, alegre y laboriosa de Celso García -el mejor albañil de la comarca-, mientras Mauren O'Hara representaba la de Angelina Díaz, la abeja laboriosa, vendedora de periódicos, asistenta a domicilio en faenas hogareñas, dulce, generosa y con una sonrisa siempre pegada a los labios como los pétalos de una rosa. Ellos fueron mis padres.

Con el paso de los años, aprendí a subir a la azotea del reloj desde donde divisaba el valle hacia los cuatro puntos cardinales al amparo de la madre Peñasobia. Eran verdes. Fértiles. Apacibles. Un rosario de montañas circundaba mi puesto de vigía y la vida corriendo a mis pies con la balada de la fuente de La Prida.

Bajaban los camiones de las minas de La Verde y de Ventana; por el Pascón del Murio pasaban, desde Entrago hacia Las Garbas, los diminutos trenes carboneros tirados por La Rata, La Borse y La Grande, incendiando, de vez en cuando, algunos bancales de escanda y praderías con heno en sazón. Con viento del Norte, subía, desde Valdecerezales los silbidos de La Gari, La Somonte, La Felgueroso y La Americana abriéndose paso por el desfiladero con las trenadas que bajaban el carbón a Trubia. Los mineros subían a Santianes en bicicleta a luchar contra una hostil sombra de la noche entre mampostas y lámparas encendidas. Los labradores se afanaban en campos y pastizales y las cinco mil almas del concejo sobrevivían al paso del tiempo que les marcaba el reloj de la que yo consideraba mi casa.

Hace cuarenta años quería, con mi modesta pluma, llevarme la vida por delante. Hoy queda una humilde estela de aquel tiempo en favor de los que vienen detrás. Todo ha cambiado menos el color de la esperanza. ¡Qué verde era mi valle!