El martes 25 de marzo LA NUEVA ESPAÑA publicó una columna firmada por Fátima Fernández en la que se vertía la opinión de dicha persona sobre las causas del cambio climático, favoreciendo la teoría de que no son las emisiones CO2 procedentes de la actividad humana sus responsables últimas. No es el objeto de este ensayo criticar o debatir esa opinión, ni siquiera expresar mi acercamiento o alejamiento de la misma. Mi única intención es la de proponer al periódico responsable de su publicación la siguiente reflexión, en la esperanza de que en el futuro sea más riguroso en la elección de los denominados «creadores de opinión», al menos de opinión científica.

La ciencia habita en los artículos científicos publicados por grupos de investigación en revistas internacionales de prestigio, con impacto evaluable. Cuando uno de estos grupos envía un manuscrito a una revista para su publicación, puede encontrarse con la desagradable noticia de que otro grupo de científicos (los «revisores») rechaza el trabajo por motivos de falta de rigor, originalidad o calidad científica. En ese momento los científicos afectados no ponen el grito en el cielo quejándose de atentado contra su libertad de expresión, ya que saben que la ciencia ha de ejercerse en «libertad» pero divulgarse en «verdad», sino que se afanan en mejorar la calidad de su producción para evitar desaguisados futuros. Por el contrario, si los revisores aceptan la publicación del trabajo, entonces éste penetra en el gigantesco mundo de la literatura científica y es en ese punto cuando sus contenidos son analizados, utilizados o rebatidos por el grueso de la comunidad científica; o sea, se le permite «generar opinión». Todo científico percibe claramente que un trabajo aceptado de forma arbitraria o fraudulenta en una revista pervierte el sistema entero, ya que si sus conclusiones resultan falsas, la detección de dicha falsedad siempre llegará demasiado tarde, cuando las «opiniones» generadas por el trabajo ya han afectado los de otros investigadores.

Puede ser que un periódico no posea los escasos medios necesarios para evaluar la validez de un artículo de tipo científico antes de ser publicado entre sus columnas, pero al menos debería curarse en salud a la hora de seleccionar a sus autores. La mejor forma de no equivocarse es atenerse al conocido refrán de «zapatero a tus zapatos». Un medio capaz de generar opinión no debería publicar las opiniones (pseudo)científicas sobre cambio climático de una profesora de instituto, así como tampoco las de un premio Nobel de Química, o las de un presidente del Gobierno, ni mucho menos las del que suscribe esta reflexión, aunque todos y cada uno de los mencionados puedan tener un conocimiento del tema más profundo que el que posee el ciudadano medio. En rigor, del cambio climático han de hablar los climatólogos, que son los que mejor conocen tanto las distintas teorías científicas como, sobre todo, el peso específico real de cada una de ellas.

Se puede argumentar: ¿qué más da?, sólo son opiniones... Falso, en lo tocante al cambio climático las opiniones publicadas pueden generar actitudes tremendamente negativas si se demuestran falsas. Si la señora Fernández tiene razón en sus argumentos no pasará nada, pero ¿qué pasa si se equivoca y ha contribuido a difundir la opinión de que el cambio climático no está relacionado con las emisiones humanas de CO2? Los cientos de miles de lectores del periódico podrían decidir que no es necesario adoptar medidas de ahorro energético en sus hogares, o comprar coches de bajo consumo, o simplemente mantener una opinión favorable a las inversiones públicas destinadas a la disminución progresiva de las emisiones de gases de invernadero.

Priorizar la opinión de los expertos científicos no significa aceptar ninguna teoría de antemano; sólo implica un mejor acercamiento al conocimiento científico real de cada tiempo.

No deseo terminar sin comentar los insidiosos sobreentendidos de la señora Fátima Fernández sobre la integridad de los científicos. Es cierto que las investigaciones (equivocadas o ciertas) de los científicos pertenecientes al IPCC están financiadas por sectores públicos (y privados), como lo son las de la mayoría de los científicos españoles y del resto del mundo, independientemente del tipo de investigación que llevemos a cabo. Henrik Svensmark, el padre de la teoría que apoya la señora Fernández, recibe fondos (públicos) de la Agencia Espacial Europea a través del proyecto ISAC (http://spacecenter.dk/research/sun-climate/Projects) y, al igual que los anteriores, no rinde pleitesía científica a nadie, con independencia del contenido (equivocado o cierto) de sus teorías. Un poco de respeto.

Gregorio Marbán, científico titular del CSIC en el Instituto Nacional del Carbón

Oviedo