En los años cincuenta, en el pueblo donde nací, de vez en cuando, aparecía algún pobre al atardecer pidiendo un pajar para dormir y un poco de comida, que nadie le negaba a cambio de contarnos alguna que otra historia.

Eran tiempos en que a los pobres en el medio rural se les trataba con dignidad y respeto, quizá porque la distancia entre no tener nada y un salario de los de entonces en realidad era muy pequeña. O quizá fuera porque artistas, futbolistas, etcétera, (todavía no supermillonarios) estaban muy lejos como mitos del mito por excelencia de aquella época que era Jesucristo vestido con traje de pobre.

Unos años después empecé a notar que aquel trato hacia los pobres se iba transformando y empezaba a estar mal visto hablar con ellos. Empezamos a descubrir que su traje olía a sudor y orines, pero los pobres iban en aumento por caminos y calles, a la vez que se empezaba a consumir coca-cola ellos intentaban adaptarse a los nuevos tiempos. En la zona rural ya no se les daba alojamiento y en la ciudad empezamos a verlos disputarse una plaza para dormir en el mármol lujoso de la puerta de los bancos, envueltos en periódicos o cartones.

No todos los bancos eran iguales, porque ésta es una ciudad en que nada tiende a la igualdad, sino a la competencia, y dentro de esa competencia hay que eliminar al competidor, vendiendo los mejores productos, los mejores tipos de interés, las mejores hipotecas, las mejores noticias, las mejores audiencias televisivas, etcétera. Es la vorágine que anhela cualquier banquero, comerciante, terrateniente, etcétera, con el fin de convertirse en monopolio dentro del sector.

La ley del mercado es la competencia y el enfrentamiento. El individuo aspira a tenerlo todo o que le toque la primitiva a él sólo, que es lo más parecido a sentirse como un monopolio y que es lo contrario de lo que necesitaba el interés de la sociedad, que debe aspirar a que todos los individuos tengan iguales derechos y oportunidades. Nos enfrentamos a vender el mejor producto y para ser dueños de un monopolio, banqueros, comerciantes, trabajadores y hasta los pobres; con el fin de expulsar a los competidores que terminarán precarizándolo todo, haciendo tráfico y contrabando tanto de mercancías como de personas con emigraciones masivas, otros con productos pirateados, y endeudándonos de por vida con hipotecas imposibles de pagar con el mercado de trabajo cada vez menos estabilizado y más precario.

Pero esto ha existido y existirá mientras estemos en una sociedad capitalista en que el principio de propiedad privada siga aumentando cada vez más la distancia entre pobres y ricos. No son las «subprime» o hipotecas basura las que originan la crisis, las «subprime» son la espoleta que hace estallar la bomba de una sociedad inmoral, que rinde culto y mide el éxito personal por la apropiación y acumulación de riqueza desmesurada para crear su monopolio particular impidiendo desarrollar el principio colectivo que debiera hacernos a todos más iguales.

Esta sociedad sólo prima lo que es susceptible de monopolio, aunque sean bienes innecesarios, y en muchos casos bienes necesarios para el desarrollo de la sociedad como la cultura, la sanidad, la educación, y fundamentalmente la pobreza, quedan fuera de esos planteamientos. Es una pena que nadie luche por crear un monopolio que erradique la pobreza.

Dentro de las crisis generadas por el enfrentamiento y la competencia por los ratios de beneficios de las empresas, las profesiones se van desnaturalizando y las empresas ya casi sólo demandan vendedores; se venden canciones, obras de teatro, películas, noticias, audiencias televisivas, seguros, personas, mercancías, etcétera, y si el producto no se vende no vale, como te dicen hoy -es lo que hay-. Hay que competir y dar beneficio en vez de ayuda mutua y colaboración, y los perjudicados siempre serán los ciudadanos asalariados que no participan de esos beneficios. Los monopolistas (bancos, terratenientes, empresarios, etcétera), en la crisis que generen, pueden tirar de sus ahorros, rentas acumuladas o tierras capitalizadas, pero el salario no permite acumular plusvalía, por eso sólo tenemos la cola del paro y la hipoteca de por vida.

Sólo regulando el principio de propiedad privada se podrían regular las necesidades de monopolio y competencia, para evitar crisis y catástrofes que hacen de nuestra sociedad un estercolero donde crecen de forma exponencial los delitos financieros y los crímenes más aberrantes, incluidos los de género; donde cada promoción de nuevos delincuentes compiten para no ser menos en un sistema irracional, regulado por el libre mercado, donde monopolio y competencia se escapan de las manos de la justicia, o de cualquier otro estamento.

Por tanto, ni justicia ni fuerzas de seguridad podrán regular ni hacer milagros para corregir la delincuencia generalizada, los crímenes de género, los escándalos financieros, etcétera, si el Estado no actúa sobre el principio que engendra monopolio y competencia, que no es otra cosa que poner límites a la propiedad privada.

Así que, aunque nos vendan los presentadores televisivos convertidos más bien en charlatanes que a diario esparcen la realidad nauseabunda que según la estadística les imponen las audiencias, las «subprime» no son quienes generan las crisis o las guerras, aunque siempre será fácil la culpa a las hipotecas, que son el traje con que nos vestimos los pobres. Las clases menos pudientes siempre hemos sido más feos y más bajitos, y si los que nos cortaron y nos pusieron el traje ahora nos lo quitan, posiblemente empezaremos a oler mal otra vez, como en otros tiempos. Un olor que nos persigue a todas partes.

Florentino Fernández Ruiz

Mieres