Hace prácticamente cuatro años LA NUEVA ESPAÑA publicaba dos cartas que dirigía a su director haciendo referencia en la primera (25.2.04) a la discordancia existente entre el «sentido común», las actuaciones de los tribunales de justicia, la inconsecuencia de algunas sentencias, y los permisos concedidos a reclusos. En lo que a la segunda se refiere (24.5.04), llamaba la atención sobre el grave riesgo que corrían miles de personas amenazadas no sólo de sufrir algún tipo de lesiones, sino también de conservar la vida.

Han sido muchas las voces que, unidas a las de las víctimas o las de sus familiares, clamaron por que se tomaran en serio y se diera solución a estos problemas, sin que se hubiera hecho ni puñetero caso. Esta circunstancia, en lo que a mí respecta, carecería de importancia, si no fuera que, aparte de lesiones, abusos sexuales, amenazas, extorsiones, etcétera, etcétera, que son innumerables, ya que, según datos estadísticos, facilitados por medios oficiales, las denuncias formuladas se cuentan por miles cada año; los homicidios, desde aquellas fechas, parecen sobrepasar los doscientos.

Citaba ya entonces la falta de responsabilidad de quienes estaban obligados a tomar las decisiones adecuadas para evitar esta barbarie, y criticaba las medidas, que según lo legislado, se venían arbitrando, por considerarlas ineficaces. El tiempo, lamentablemente, se encargó de darme la razón.

Estamos comenzando el año y ya van un número considerable de víctimas y una cantidad importante de personas desaparecidas que hacen previsible puedan incrementar el número de aquéllas. Y, ahora, nos encontramos con el caso de Mari Luz, la niña andaluza, donde la ineficacia y los «errores» judiciales parecen colmar el vaso. Y la falta de coordinación resulta patente y patética.

Al final de mi segundo escrito decía: «En estos días se oyen voces que hablan de "reinserción", "civismo", "ética" para buscar soluciones. Creo que es el buen camino. Pero ¿qué entienden por civismo? ¿De qué ética se habla? Efectivamente, no hay reinserción sin civismo, ni éste sin ética. Pero tampoco hay ética sin moral, que es la que da contenido y vida a estos conceptos. El eminente sociólogo francés Lipovetsky, en reciente conferencia, afirma: "La moral exige la religión; si no hay religión, no puede haber moral...". Y de esto es de lo que no se quiere hablar...».

Mucho me temo que, una vez más, vuelvan a resonar en nuestros oídos los mismos discursos con las mismas promesas y que tengan el mismo fin. Y todo, absolutamente todo, siga igual.

José González González

Navia