El pasado 21 de abril pasó a mejor vida José María Pérez-Bustamante, un inspector de Enseñanza Media, natural de Cantabria y con el que me unía prácticamente la amistad de una vida, a resumir en tres generaciones. Me desistí a dedicarle obituario alguno antes de que alguno de sus compañeros lo hiciera. Al fin, el pasado 7 de mayo se publicó una emotiva columna escrita por mi viejo amigo José María Casielles Aguadé, compañero suyo en Enseñanza Media y que agradecí, no sólo por lo que significaba para nuestro perdido José María, sino también para sus iguales y amigos en el Principado, cuya Dirección General de Enseñanza Media quizá no sea la que pude conocer bastantes años ha.

Muchos años antes, hacia los cuarenta y tantos, había tenido ocasión de conocer a José María Pérez-Bustamante. Tuve el privilegio de ser alumno de su padre, don Ciriaco Pérez-Bustamante, catedrático de Historia de América, miembro del CSIC (ambos en Madrid), a la vez que director de Ediciones Atlas, una editorial semioficial que había publicado la «Historia de la Cruzada española» de J. Arraras, diversos libros del régimen, aparte de una colección de fuentes de nuestra historia americana, poco conocidas por los no especialistas. Publicaciones estas últimas en las que José María tenía su parte, como corrector de pruebas, maquetista y demás, mientras preparaba oposiciones. Don Ciriaco, por otra parte, por aquellos tiempos pudo recuperar para Santander la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, creada durante la extinta República, instalándola en el Seminario Diocesano de Monte Corbán (a 7 kilómetros de Santander), vacío durante el verano, y que Pablo Beltrán de Heredia supo convertir en una especie de colegio mayor en el que, durante los 40, se impartieron tres o cuatro cursos de verano y a los que asistí con particular interés, aprovechando que mi progenitor se interesaba, junto con los santanderinos M. Ylla y Ribalaigua colaboraban en la reconstrucción de un Santander arrasado por las llamas, edificando el hotel Bahía.

De los cursos de Corbán poco recuerdo, excepto las intervenciones en los mismos de Antonio Tovar, el periodista y novelista Miguel Delibes, el filósofo Eugenio D´Ors, el poeta José Hierro, el polígrafo José María de Cossío y algunos prohombres más, que discurrían sobre todo lo divino y humano que se les ocurría, olvidando la política. En una playa próxima al Seminario -donde yo hacía pesca submarina y tuve un percance con un congrio que no se dejaba arponear-, pude conocer a toda la prole de don Ciriaco, quien la llevaba consigo, a veces, desde su casa solariega de Potes a Corbán. Fue allí donde conocí un tanto a los tres mozos Bustamante y trabé particular amistad con José María.

Universidad de Verano

Dos años después, ya instalada la Universidad de Verano en la península de la Magdalena, en un palacio que había regalado Santander a la Casa Real, -que con los años volvió a comprárselo-, donde me inscribí en alguno de sus cursos veraniegos, desde Humanidades a Periodismo, llegando a ser contertulio de gentes que, a la sazón, sonaban, como el filólogo Paco Ynduráin, el economista Enrique Fuentes Quintana, -que llegaría, años después, a vicepresidente del Gobierno-, y docenas de gentes que se forjaron en la España pensante de los 40 y se significarían veinte años después. Fue también allí cuando nos dimos cuenta de que, sin salir de la España franquista, sometida a un hipócrita pudor, que por entonces apenas conocía turismo y visitantes, no podríamos conocer juventudes foráneas, con sus preocupaciones de la posguerra. Fue entonces cuando, de acuerdo con José María, decidí adquirir una scooter (Lambretta) y lanzarnos a conocer parte de Europa, incluido el Norte de Suecia, con sus renos y lapones. Dispuesto así, creo recordar que salimos de Madrid un día de los inicios de mayo de 1948, no parando hasta Zaragoza, desde donde, tras la revisión del scooter, seguimos hasta Port-Bou. Pasada la frontera, hicimos felizmente nuestra primera noche fuera en el camping de Perpignan. Dos días después, tras rodar por todo el Noroeste de Francia, pasando por Lyon, pudimos instalar nuestra tienda en el camping de Ginebra -donde me retuvo cuatro días un corte en la planta del pie instalando la tienda-. De Ginebra pudimos llegar a Colonia y después a Hamburgo, donde visitaría su Museo y, ya en Dinamarca, mediante un ferry, pasar a Suecia. Julio Caro Baroja nos había dado la dirección de una antigua alumna, quien nos prestó un apartamento durante tres o cuatro días.

Transcurrido medio siglo, apenas puedo recordar nada, más que algún museo que otro y una visita fallida a los Martínez Bordiu, a la sazón embajadores de España. Al parecer, el doctor/embajador había iniciado ya las vacaciones. De aquí que, tras empaparnos de Estocolmo, pronto nos decidimos a emprender el regreso dado que, según supimos, hubiéramos tenido que viajar más de 800 kilómetros para encontrarnos con algún rebaño de renos con sus lapones. De regreso, recuerdo que visitamos en Dinamarca el supuesto castillo de Hamlet, y en Colonia, la tumba de los Reyes Magos en su catedral. Desde allí llegamos a Holanda, donde fuimos recibidos con todos los honores por mi viejo amigo el arqueólogo Doctor Kukhan, a quien había conocido en algunas excavaciones peninsulares. Llegamos hechos un desastre, por lo que la señora Kukhan decidió -tras un baño de película- que un todoterreno de su marido nos dejase (ignorándolo nosotros) el scooter inmaculado en la frontera y pudiéramos seguir nuestro viaje sin pizca de mugre. Desde la frontera holandesa apenas tuvimos dificultad para llegar a Las Landas y, uno o dos días después, al atardecer, presentarnos ya a inicios de junio en Santander, donde nos recibió don Ciriaco en la inauguración del curso estival.

Sin embargo, hasta dentro de un par de meses después no me enteraría de que José María había decidido echarse una novia nórdica, con la que se carteaba y a la que llegó a visitar unos años después e incluso casarse. Ignoro por qué no asistí a la boda. Quizá porque no me encontraron, perdiéndose el natural regalo.

También recuerdo que José María hizo oposiciones en Enseñanza Media como catedrático de Inglés y, diez años después, estando yo de profesor agregado interino de Prehistoria en Oviedo, me lo encontré por una calle, después de años sin vernos. Sin embargo, pocas veces tuvimos ocasión de volver a vernos en Oviedo. El caso es que, en el momento de su muerte, hacía dos años que yo, jubilado y octogenario, a la vez que residente en Oviedo, le había perdido la pista. Ello no sería obstáculo para que, conteniendo mi emoción, acudiera en mi silla de ruedas a su funeral, evitando saludar a su familia, tan dolida como yo o más. Me extrañó que en la iglesia no hubiera demasiada gente, quizá porque los docentes con más de ochenta años o jubilados pertenecemos a una generación superada por el actual alumnado, que vive en otro mundo y quizá con distintas ilusiones.