Parece evidente que la mujer ha sido históricamente discriminada respecto al varón en la sociedad española, y más intensamente en el ámbito institucional y laboral. Sólo con la aprobación de la Constitución de 1978 se garantiza jurídicamente la igualdad entre el hombre y mujer, y se prohíbe cualquier tipo de discriminación por razón de sexo. No obstante, la realidad demuestra que la mujer sigue siendo discriminada, al menos, en el mundo laboral, especialmente en materia de retribuciones y en situación de embarazo. Es en este marco en el que se produce, a impulso del actual Gobierno socialista, la aprobación de la ley Orgánica 3/2007, de Igualdad de Género, con objeto de remediar estos males.

La ley, si bien adopta las medidas oportunas para prevenir la marginación negativa de la mujer en el mundo laboral, nace condicionada por dos factores: la concepción de la mujer como «sexo débil» necesitado de ayuda y por una manifiesta voluntad intervencionista en la vida personal y colectiva de la sociedad que persigue uniformar la distribución sexual de los seres humanos en todos los sectores de actividad. Para ello la ley impulsa a todos los poderes públicos a discriminar positivamente a la mujer (y negativamente al hombre) mediante la concesión de ayudas económicas exclusivamente dirigidas a la mujer en aquellos sectores donde el hombre predomina; en concreto, según la ley, en las políticas educativa, sanitaria, artística, cultural, sociedad de la información, desarrollo rural, vivienda, deporte, cultura y ordenación del territorio. Establece, además, que en igualdad de condiciones la Administración podrá conceder prioritariamente subvenciones y contratos públicos a las empresas que más mujeres tengan en plantilla.

Sin cuestionar la buena intención del Gobierno electo al promover esta ley, el Gobierno olvida que la mujer en igualdad de oportunidades puede competir perfectamente con el hombre sin necesidad de subsidios económicos por razón de su sexo, sino simplemente por su mérito y capacidad. En segundo lugar, las ansias de uniformidad sexual por sectores de actividad podrían vulnerar la libertad personal de los hombres y mujeres para elegir los sectores en los que desean estar presentes.

En el ámbito público, la imposición de la paridad sexual podría suponer todavía mayores males, como el nombramiento por razón de sexo de personas incapaces o, al menos, no las más capaces para satisfacer el interés público. En verdad, si lo que realmente importa es la excelencia, eficacia y eficiencia del servicio público, poco debería importar el sexo de los funcionarios que lo presten, sino más bien su capacidad para obtener buenos resultados en la prestación del servicio.

En conclusión, no se ayuda a la mujer discriminando negativamente al hombre, sino que es contrario a la dignidad de la misma y cuestiona injustamente su capacidad de competir en igualdad de oportunidades. La ley, además, impone la uniformidad sexual por sectores y olvida el derecho de todos al libre desarrollo de la personalidad que, en su dimensión social, se manifiesta en el derecho de toda persona, al margen de su sexo, a alcanzar, conforme sus méritos y capacidades, el destino al que se sienta llamado, sin verse condicionado por la existencia de cuotas sexuales.

María Gloria González-Cela

La Fresneda (Siero)