Hace unos días me encontré con Geli, que me dijo: «¿Te has enterado de que pretenden instalar una antena de telefonía al lado de tu despacho?» «¡Coño!, la primera noticia que tengo» -contesté seriamente alarmado-. «Pues andan los vecinos por ahí firmando un escrito de protesta. Hay que movilizarse» -continuó la buena de Geli, indignada como jamás la había visto.

El caso es que, en efecto, alguien tuvo la feliz idea de promover la colocación del mencionado antenón a dos pasos de mi lugar de trabajo. Digamos que ésta es la visión egoísta del asunto, pues no me hace ninguna gracia pasarme ocho horas al día dentro del área de influencia de ese trasto.

Pero desde la óptica cívica, es intolerable que semejante chirimbolo pueda instalarse sobre tres colegios, para que nuestros niños jueguen y estudien en un entorno bien llenito de radiaciones. De locos.

Además, según los expertos, los principales afectados por la actividad de una antena de telefonía móvil no son los vecinos que la tienen en su tejado -y que sacan un buen dinero por ello-, sino los desgraciados que viven enfrente; o sea, que los que no obtienen provecho de la instalación encima se llevan la sobredosis de ondas. Porque, vamos a ver, si los perjudicados fueran los mismos que deciden beneficiarse económicamente colocando la antena, pues allá ellos. Pero que la pasta se la lleven unos y la radiación otros, como que no parece justo.

En fin, que llegado el día, un centenar largo de vecinos nos manifestamos ante el Ayuntamiento, cantamos, gritamos, subimos al salón de plenos y dijimos a los allí presentes que de antena, nada de nada.

Ahora resulta que nuestro querido alcalde opina que los allí congregados fuimos astutamente abducidos por la maléfica federación de vecinos, que nos sorbió los sesillos, empujándonos a dar el cante a la puerta del Consistorio. ¡Y yo convencido de que estaba allí para impedir que planten un antenón del copón apuntando hacia centenares de niños y a mí mismo!

Señor alcalde: De un tiempo a esta parte le noto a usted un tanto sobradillo, como si le resultásemos molestos. A ver si va a estar padeciendo el temido mal del segundo mandato -también conocido como síndrome de la Moncloa-, que se caracteriza por olvidar el motivo por el que se ostenta el cargo y de dónde salieron los votos para estar ahí.