Me llegan nuevas de José María Pellanes por una triste carta publicada días pasados con la firma de Ricardo Luis Arias. Los años no perdonan.

Dos cosas caracterizan a Pellanes, mierense de pro, una de ellas destacada por Arias: su bondad natural contra viento y marea, y de su bondad procede todo lo demás, incluida su otra característica irrenunciable: el periodismo. Antes que cualquier otra cosa, Pellanes era «corresponsal de prensa». Yo creo que si le hacen marqués o conde (a otros hicieron con menos méritos), Pellanes no habría renunciado a poner «corresponsal de prensa» (como figuraba en sus tarjetas de visita) antes que la distinción. En cuanto a la bondad, rayaba con la ingenuidad: era y es bueno de una pieza, como el pan y el color blanco, entusiasta y crédulo, incapaz de creer que en el interior de la especie humana habita un lobo porque dentro de él vive un cariñoso y juguetón perro de aguas. Se le ocurrían las cosas más disparatadas e inmediatamente proponía llevarlas a la práctica. Cierto día me llama por teléfono para citarme en el puente de Ribadesella «sobre las doce» ¡el día de las piraguas! Como si ese día no fuéramos a estar en el puente más que él y yo. Durante una temporada le dio por ir a comer al restaurante El Capricho de Gaudí, en Comillas. Constaba en la carta un plato de «gallina pintada de Guinea» al horno, y estaba empeñado en comerlo, aunque nunca lo tenían. Tal vez lo habían puesto en la carta para darle un aire exótico al establecimiento. El «maître» se llamaba Perón, como el dictador argentino, y Pellanes entraba en el comedor llamándole: «Señor Perón, quiero comer gallina pintada de Guinea», y el señor Perón contestaba invariablemente: «No hay». Hasta que un día que fuimos tampoco estaba allí el señor Perón: seguramente se había ido a hacer compañía a las gallinas pintadas de Guinea.

Era tan torrencial hablando como escribiendo: sus cartas traían aluviones de noticias pintorescas, de datos curiosos, escritos con letra apretada: escribía hasta en los sobres. Formaba un excelente trío con otros dos mierenses de ley, Julio León Costales y Julián Burgos, que le acompañaban en sus correrías. Siempre estaba proponiendo homenajes a personas que los merecieran. En cierta ocasión nos llevó a Víctor Alperi y a mí a hacerle un homenaje a Juan Antonio Cabezas en Cangas de Onís. Naturalmente, no había nada preparado, pues los únicos enterados del homenaje éramos Víctor, él y yo: por lo que después de comer, dijimos unas palabras cada uno y regresamos a nuestras casas. Y se acordaba de cosas de las que no se acordaba nadie. Por ejemplo, de la Olimpiada Popular organizada por la república española en 1936 para contrarrestar el triunfalismo nacional-socialista de la Olimpiada de Berlín. Los socialistas a secas iban a darles sopas con honda a aquellos fascistas alemanes en todas las especialidades olímpicas, que Pellanes enumeraba infatigablemente: atletismo, cross, jabalina, longitud, pértiga, disco, saltos, box, ciclismo, fútbol, natación, anillas... Uno de los olímpicos proletarios era de Mieres. Pellanes imaginaba incluso el viaje de los atletas a Barcelona, sede olímpica, vestidos con ropas azul mahón, el billete de tercera en el bolsillo y una lata de sardinas como viático para el camino.

El día de la inauguración había de ser el 20 de julio, tres días después del 17, en que se produjo el levantamiento del ejército de África. No hubo olimpiada, por lo que Pellanes se propuso reconstruirla, recogiendo todos los datos posibles (a la hora de reunir datos era un fenómeno, capaz de seguir una pista hasta el fin del mundo si fuera necesario). Con el material que recogía, que incluía la lectura de algún trabajo histórico de Martínez Bande o de Salas Larrazabal, Pellanes estaba dispuesto a confeccionar un reportaje de cierto interés histórico y gran contenido humano. Como parte fuerte del reportaje tenía prevista la entrevista con el mierense preseleccionado como lanzador de disco. Había transcurrido más de medio siglo, pero dio con su dirección, fue a verle a su casa y le abrió una anciana de luto. «Tres días -le dijo la pobre mujer-, tres días hace que le enterramos». Y Pellanes comentaba: «¡Cómo es la vida!».

Sin duda aquel hubiera sido un excelente reportaje, porque Pellanes era un buen profesional, con verdadero olfato para la noticia. También era de esos hombres imprescindibles, capaces de organizar desde una procesión de Semana Santa hasta un premio literario, y que cuando no están se les echa en falta. Pellanes era el impagable maestro de ceremonias de los premios de novela Casino de Mieres. En realidad, era el embajador de Mieres en toda Asturias y a todas partes a donde iba, Mieres iba con él. A veces le acompañaba Julio León Costales en sus correrías y otras Julián Burgos. Era magnífico verlos a los tres juntos, tan amigos y tan diferentes. Costales sosegado y Julián discreto y en medio el estallido de Pellanes, todo ternura, todo amistad, todo locuacidad.

Escribo estas líneas enviándole un abrazo. Sí, ya sé que Julián Burgos y Ricardo Luis Arias fueron a visitarle. Qué solos se quedan los viejos.