El otro día, ante el comentario en la televisión local, de que se solicitaba que una calle polesa llevase por nombre Tomás Moro, no pude menos que sonreír al ver que un habitual de la «columna» preguntaba, tal vez sabiéndolo de sobra -pues había ironía en su pregunta- quién era Tomás Moro. Así dejaba en el aire la sospecha de si se trataría de un pariente de cierto constructor o de un familiar de nuestro conocido compositor musical.

Posteriormente supe que, también, el portavoz del mismo grupo político se preocupaba por el añoso reloj municipal.

Ciertamente que cada uno tiene derecho a ser feliz con sus propias neurosis, pero esto parece rayar en la frustración. Un amigo comparaba estas propuestas al caso de que ante un enfermo aquejado de un serio tumor cerebral uno de los médicos del equipo sugiriese se le hiciese un trasplante capilar para remediarle la calvicie. Y es que, ante la frustración, la falta de «arranque» hace que el subconsciente nos la juegue y se aluda a alguien que sí sabría qué hacer, como, por ejemplo, Tomás Moro.

«Cuando contemplo el espectáculo de tantas repúblicas florecientes hoy en día, las veo -que Dios me perdone- como una gran cuadrilla de gentes ricas y aprovechadas que, a la sombra y en nombre de la república, trafican en su propio provecho. Su objetivo es inventar todos los procedimientos imaginables para seguir en posesión de lo que por malas artes consiguieron. Después podrán dedicarse a sacar nueva tajada del trabajo y esfuerzo de los obreros, a quienes desprecian y explotan sin riesgo alguno».

El fragmento anterior forma parte de la obra «Utopía», de Tomás Moro. Cuando Tomás Moro sintió la indignación ante la injusticia, no le pidió a Enrique VIII de Inglaterra que pusiese una calle en Londres con el nombre «Jesús de Nazaret», sino que manifestó su desacuerdo utilizando los recursos de su intelectualidad, tuvo la valentía de oponerse a los intereses reales, no perder sus sentido del humor al ser llevado al patíbulo e instantes antes de su muerte pronunciar aquella famosa frase que libremente traduzco como: antes que el rey, está mi conciencia.

Tal vez no sean éstos momentos para frustraciones, sino para acciones; porque, funcione o no el reloj del Ayuntamiento, el tiempo está pasando y los silenciosos votantes esperan pacientemente que quienes pueden den muestra de inteligencia política y pongan límite a una situación que, por su horrible cariz, hace que los ciudadanos pierdan la confianza en todos los munícipes.

Decía Tomás Moro en la conclusión de su famoso libro: «Os he descrito con la mayor sinceridad el modo de ser de su república, a la que considero no sólo la mejor, sino la única digna de llevar tal nombre. Porque en otros sitios los que hablan de la república lo que buscan es su interés personal. Pero en Utopía, como no hay intereses particulares, se toma como interés propio el patrimonio público, con lo cual el provecho es para todos».

No necesitamos una calle Tomás Moro, necesitamos que Tomás Moro esté en la calle, aunque en nuestros oídos no resuene el tañer melancólico de las doce campanadas del reloj.

Tiempo habrá para preocuparse por relojes y bautizar calles. ¡Esperemos!