Hay un monolito en el parque Centro Habana que recuerda a las víctimas de la represión franquista al que una vecina le pega a menudo una lista con las personas a las que mató el otro bando durante la guerra. ¿Qué decir del asunto? En primer lugar, el monolito es feísimo, y sólo por eso habría que cuestionarlo. Cierto que la estética no es lo más importante, pero todos convendremos en que, ya seamos o no creyentes, preferiremos que nos canten en nuestro funeral el «Requiem» de Mozart a que nos pongan el CD «Caribe Mix 30. La eclosión del tanga». También está bajo sospecha por el hecho de que su promotor ha sido un vecino de Lugones, al que personalmente respeto mucho, que ha estado luchando por traer servicios e inversión a su pueblo y que, curiosamente, cuando se trata de plantar ese «hermoso» monumento, lo hace en la Pola. No sé si hay intención o no, pero no huele bien.

Pero eso son pequeñeces, si se analiza el asunto a fondo. Porque la memoria histórica debe ir más allá, creo yo, de la reparación que se merecen las familias y del derecho de cada uno a hacer lo que quiera con sus muertos. Porque nos estamos parando en lo que no importa hoy. Que si fueron muy malos, que si torturaron y mataron, que si hubo la del demonio. Fue terrible, y nada que hagamos lo puede cambiar. Sólo tenemos poder sobre el presente, y quizá alguna influencia sobre el futuro. Lo más grave es que jamás se analizan con rigor y profundidad las causas que llevaron a la guerra. Nos quedamos con que unos eran buenos y otros eran malos, que, por otra parte, cambian depende de quién lo cuente.

Contar las atrocidades quizá sirva para que nos demos cuenta de que una guerra no merece la pena, pero es más importante contar lo que hubo antes para tratar de no llegar nunca hasta ahí. Porque todos estamos convencidos de que, en caso de conflicto, serían los demás los que cometieran esos actos tan crueles, cuando lo cierto es que todo el mundo puede ser muy, muy malo. Incluidos los santos de hoy.