Agones (Pravia),

Lorena VALDÉS

Noche del sábado, suena el teléfono: el domingo por la mañana tengo que visitar la comunidad de Las Doce Tribus en Agones (Pravia). Se trata de un grupo de raíz religiosa que obedece la doctrina de Elbert Spriggs, un norteamericano que se autoproclama apóstol y dice recibir órdenes directas de Yashua (Jesús en hebreo).

Voy dispuesta a conocer un poco más su forma de vida y descubrir cuál es la opinión de sus miembros sobre las acusaciones que les achacan un comportamiento rayano al extremismo religioso. Son muchas las voces que les acusan de manipulación y de no escolarizar a sus hijos a los que -según su versión- no dudan en golpear con una vara de madera cuando se portan mal. Recientemente, un joven catalán denunció que su hijo estaba secuestrado por esta «secta» en Agones. Este padre logró en diciembre pasado ver a su hijo. En un intento desesperado por sacar al pequeño de la comunidad de Las Doce Tribus, ambos se escaparon por una ventana. Ahora está acusado de secuestro y los tribunales dilucidan el caso.

Con estas previas, decido acudir acompañada. A falta de guardaespaldas tipo los «miami» de Ana Obregón, mi madre se presenta como voluntaria. En el camino a Agones nos preguntamos cómo será el día a día de esta comunidad. Estamos inquietas por cómo nos recibirán. A la entrada del pueblo un vecino nos indica dónde se encuentra la casa de Las Doce Tribus. Un camino estrecho y sin asfaltar nos conduce hasta el chalé pintado de amarillo y con una construcción anexa de bloques de cemento. Un niño asomado a una de las ventanas del piso superior nos explica donde está la entrada a la que se accede por un pequeño jardín. La puerta está abierta y nos recibe un hombre que responde perfectamente a la descripción física de los miembros de esta comunidad, pelo largo atado en una cola, barba poblada y ropa holgada. En ningún momento se identifica. Tras preguntar quién soy, me invita a sentarme en el sofá de su sala de estar y esperar a que me reciba Serek: «Es la persona que te puede atender, aunque no te aseguro que quiera hablar contigo». Mi madre se queda en el coche. Me explica que también debe pasar, que no puede quedar allí. Antes de irse me pregunta: «¿Estáis a favor o en contra nuestro?». Le explico que aún no tengo ninguna idea prefijada.

A los pocos minutos podemos conocer a Serek, un hombre joven que ejerce de líder, acompañado de otro miembro, más tímido, de la comunidad. Los dos hombres se muestran amables y muy educados y nos invitan a tomar café, pero desconfían de nuestras intenciones... Nos observan de arriba abajo, sin perder detalle. Permanecen en todo momento de pie y prefieren preguntar a ser preguntados.

Hablamos de las acusaciones que se vierten contra ellos, incluso les mostramos algunos recortes de prensa. Aseguran que no habían leído casi nada y se ríen a carcajadas mientras comentan el contenido de los artículos. Hablan en inglés y preguntan quién lo ha escrito. «Todo son calumnias, la verdad no vende», comenta Serek. De fondo se escucha el ruido de los niños. Seis familias comparten la casa. Es la hora del desayuno. «Los periodistas buscan siempre el morbo para que les compren sus artículos y así poder cobrar», acusa Serek.

De repente su desconfianza va en aumento y los dos hombres clavan su vista en nuestros bolsos. Nos piden que les mostremos lo que llevamos dentro, temen una cámara oculta. «Tuvimos muy malas experiencias con la prensa, entraron en nuestra casa con cámaras ocultas y eso no está bien». Mi madre muestra el contenido de su bolso con naturalidad y el gesto les relaja. Cuentan algún detalle de su vida cotidiana: «Aquí vivimos seis familias. Agones es un pueblo tranquilo y podemos disfrutar de un entorno natural. Tenemos huerta, cultivamos fabes, sabemos cocinar fabada, y también tenemos gallinas, los huevos caseros son estupendos para las tortillas». Vuelven a rechazar las acusaciones de extremismo religioso y afirman que ellos han elegido voluntariamente su forma de vida sin molestar a nadie.

La conversación toca su fin. De nuevo parece que nuestra presencia no les es cómoda, aunque en ningún momento se muestran descorteses. Antes de cruzar la puerta intento conocer cómo son sus relaciones con los vecinos. «Nos llevamos muy bien con los que nos conocen de verdad y con las autoridades también», responden antes de invitarnos a preguntar en el pueblo. Luego, antes de irnos, nos invitan a volver. «Si quieres un día puedes venir a visitarnos, pero no como periodista, todo el mundo que quiera conocernos es bien recibido».

Abandonamos la casa y, mientras salimos del aparcamiento, donde hay coches y furgonetas, varios jóvenes de la comunidad, la curiosidad siempre es joven, vigilan nuestros pasos desde las ventanas. No quieren sobresaltos, curiosos, ni periodistas que invadan su espacio. Están cansados de que se les cuestione. En el camino de vuelta algunos de sus vecinos, los que no declinan la invitación a hablar, nos comentan: «son gente tranquila». Eso ha quedado claro, igual que otra cosa: nos les gusta que las visitas se presenten sin avisar.