No hace tanto tiempo que los medios de comunicación asturianos ocupaban sus páginas con las noticias referidas a la situación en la que se encontraban las monjas Clarisas de Villaviciosa, debido a los problemas estructurales del edificio conventual que habitan. Ciertamente, la techumbre del antiguo caserón de la calle Santa Clara, extramuros de la noble villa maliayesa, se había convertido de la noche a la mañana y por la devoradora plaga de las termes en un amenazante peligro, que ponía en riesgo la pervivencia de la comunidad.

No era, en efecto, una sólida construcción porque la fundación del monasterio (S. XVII) difería bastante de lo que suelen ser las fundaciones monásticas, tanto en su sólida fábrica como en el respaldo de patronos o benefactores encargados de garantizar la vida conventual.

No hubo en este caso ninguna iniciativa real ni nobiliaria tan al uso en la historia monástica de nuestra región desde la Alta Edad Media, si bien es cierto que el objetivo de la misma respondía a valores bien diferentes de los propuestos por las Órdenes que salpican nuestra vieja tradición monacal; se trata ahora de un nuevo proyecto para una nueva época, la moderna, un programa más acorde con los nuevos tiempos que los franciscanos tratan de llevar a cabo en su afán de expandir por la comarca centro-oriental los aspectos más sencillos y el ideal de pobreza que desprende la relectura del mensaje evangélico.

Bajo estos postulados y a la sombra de los hermanos franciscos de San Juan de Capistrano, establecidos en los arrabales de la villa poco tiempo antes, nace esta fundación de Clarisas en Villaviciosa, la última de lo que podríamos llamar fundaciones históricas de nuestra región; y nace ya con perfiles singulares como un proyecto a realizar en tierras maliayesas, pero con caudales y aportaciones económicas procedentes de otros concejos asturianos. La fábrica de su primitiva casa se levanta en terreno donado por D. Francisco de Peón y con la aportación de D. Pedro Álvarez de Santianes y doña Juana de Cienfuegos, su mujer, vecinos de la parroquia de Santianes en el concejo de Grado. Su ampliación y posterior traza conventual se debe a la generosidad de D. Francisco Rodríguez, vecino que fue de la parroquia de San Román, en el concejo de Piloña, que por el testamento, bajo cuya disposición murió en enero de 1717, deja un fideicomiso de toda su hacienda, que importa treinta mil reales, para tal cometido; y por último, la iglesia, pieza clave del complejo monástico, se levantará con capital procedente de América, el aportado por D. Juan Rodríguez Busmayor, indiano de la parroquia de Trelles, concejo de Castropol que entrega, por escritura otorgada en la villa de Gijón, «... mil quinientos ducados para que se fabricase la iglesia a las Hermanas, más quince mil reales para su dotación, más tres mil reales para privilegiar uno de los altares, más cuatro mil ducados para que se fundase una capellanía en dicha iglesia con la advocación de la Purísima Concepción... más doscientas dos onzas de plata para viril, copón, incensario, naveta y lámpara de plata, con treinta doblones para el coste de las hechuras, y más un cáliz, misal, candeleros, vinajeras, dos frontales y dos casullas...».

El proyecto de la fundación, como puede observarse, era un proyecto compartido por sectores varios de la sociedad asturiana y en el que no faltó un aspecto tan característico de la economía de la época como puede ser la contribución del capital indiano. Este rasgo solidario marcará el perfil de la Comunidad a través de su ya larga existencia y hasta la actualidad.

Tras los sólidos muros conventuales encontrarán cobijo doncellas de toda Asturias, de Villaviciosa, Colunga, Oviedo, Gijón, Piloña, Campo de Caso, Salas, Cabranes, Las Regueras, Tineo, Laviana, Luarca, Pravia, Cangas de Onís, Avilés, Bimenes, Morcín, Langreo, los Oscos, Castropol, Siero... y hasta de más allá de nuestras fronteras, de Galicia, Logroño, Madrid, Méjico, etcétera.

El viejo caserón de Santa Clara siempre mantuvo sus puertas abiertas al servicio de la sociedad asturiana, y sus monjas nunca dudaron en socorrer con su auxilio las necesidades del entorno. Dentro de sus limitadas posibilidades económicas y en la precariedad que las caracteriza supieron habilitar algunas de sus estancias ya a mediados del siglo XIX para impartir docencia a las clases más desfavorecidas, las mismas que un siglo después se aprovecharán de sus tan conocidos «comedores de beneficencia».

Bien es cierto que la conmoción social y política del siglo XIX, al margen de la invasión francesa que las obliga a exclaustrarse, no les afecta demasiado, ni las leyes desamortizadoras de la centuria porque, entre otras cosas, ninguna ley de incautación de bienes les podía afectar ya que no gozaban de patrimonio alguno al margen del ya viejo y pequeño monasterio; sin embargo, sufren los sucesos políticos y revolucionarios de la época y atentas, como siempre, a suplir con sus esfuerzos las desgracias ajenas llegan a acoger entre sus muros a las Hermanas Clarisas de Oviedo en el año 1868.

La solicitud les llega a través del Alcalde Constitucional de Villaviciosa dado que la falta de entendimiento entre el gobernador eclesiástico de la diócesis y el civil de la provincia impedía que se pudiera llevar a cabo con premura la orden gubernamental de extinción de monasterios y congregaciones religiosas.

En efecto, el 14 de noviembre de 1868 llegan al convento de Villaviciosa las Clarisas de Oviedo, un grupo de nueve monjas, entre las que se encontraba la anciana Madre-Presidenta. Habían salido al amanecer dejando antes en el monasterio benedictino de San Pelayo a una monja anciana, imposibilitada para realizar el viaje.

Las Crónicas del convento relatan bien este momento en el que la Comunidad de Villaviciosa, compuesta por diecisiete religiosas, recibe a estas hermanas «con los brazos abiertos y con entusiasmo».

Con la esperanza de un próximo y cercano regreso a Oviedo fueron pasando los años y... nunca llegó el anhelado regreso. Llegan a fallecer en Villaviciosa la Madre-Presidenta y otras dos ancianas; al cabo de diez años sólo quedaban de la Comunidad ovetense dos monjas mayores y cuatro jóvenes, estas últimas que habían profesado en Oviedo el 15 de agosto de 1863 llegan a celebrar las bodas de oro de su profesión en Villaviciosa en el año 1914. Aquí verán llegar el fin de sus días, ellas eran las últimas de la histórica fundación ovetense, levantada entre 1273 y 1278, fecha esta última en la que Sancho IV las recibe bajo su protección y particular encomienda. Durante el siglo XV seguirán las clarisas ovetenses recibiendo dotaciones económicas importantes de Juan II, Isabel I de Castilla, los Reyes Católicos, del Papa Sixto IV y de Alonso de Quintanilla, contador Mayor y personaje de notable relieve en la corte de los Reyes Católicos. Todo, en definitiva, una gran fundación asturiana que verá su ocaso desde las tranquilas tierras de la marina villaviciosina; precisamente, desde los muros entre los que hoy vive la única Comunidad Clarisa de la región, la única que pudo capear los turbulentos acontecimientos de siglos pasados y llegar a nuestros días con el mismo espíritu de servicio y pobreza que las caracterizó desde sus orígenes.

Pero a pesar de tener a sus espaldas muchos siglos de lucha diaria para poder mantenerse como símbolo franciscano en nuestra región, hoy se enfrentan a una de las pruebas más duras que tal vez hayan afrontado, la reconstrucción de buena parte del monasterio. La empresa no resulta nada fácil y, desde luego, parece imposible para esta pequeña Comunidad; es cierto que el pueblo asturiano, en general, está dando generosas muestras de colaboración y ayuda y que el pueblo de Villaviciosa no olvida esta página de su historia. Todo es necesario porque la segunda parte de las obras del monasterio deben llevarse a cabo. Son tiempos difíciles, pero con la emprendedora actuación de todos podemos salvar una fundación tan enraizada en nuestra tierra.

Es necesario reaccionar a tiempo. Ahora es el momento de echar una mano a quien desde el silencio claustral reclama colaboración.