Semanas atrás se desarrolló otra edición más de Mercapravia, y tras varios años sin aparecer por allí estuve realizando una breve visita. La entrada estaba difícil, ya que un grupo de mocetones con atuendo veraniego se obstinaba en hacer astillas un tremendo tronco, pero no me atreví a decirles nada. En este tipo de eventos la oferta suele ser escasa y repetitiva, pero en esta ocasión quesos, mieles y mermeladas de toda clase compartían techo con orden y encanto, junto con pendientes, elementos decorativos y bolsos. Estuve un buen rato viendo a las bolilleras (creo que se les puede llamar así) y me quedé fascinado con su complejo trabajo. Luego estuve viendo a mis queridos kiwis, bien calibrados y ordenados, y sin querer evitarlo, me perdí entre un sinfín de frutas, dulces, colgantes y artículos de todo pelaje. De la que volvía, con el cortejo familiar adormecido por la calefacción del coche, me di cuenta de que algo extraño pasa en una tierra que ofrece tanto y se vende tan mal. Puede que a mí también me estuviese dando el sueño.