Lugones,

M. NOVAL MORO

Noelia Menéndez no supo que su hijo tenía síndrome de Down hasta que nació. Cuando se enteró, no podía creérselo. Literalmente. Lo había visto después de nacer y decía que no podía ser. Lo rechazaba.

Pero le duró poco. No tardó en aceptarlo, y llegó entonces otra etapa. Le explicaron que los niños con síndrome de Down pueden llegar muy lejos si se les estimula adecuadamente. «Entonces pasas para el otro lado. Te llegas a engañar un poco y te crees que va a ser poco menos que ingeniero», explica.

Durante esta etapa se lanza a estimularlo, porque sólo con estímulos consigue que haga cosas que los otros niños hacen por sí mismos, y la idea es que haga lo mismo que los otros niños. Confiesa que en esta etapa se llegó a ver a sí misma demasiado volcada con el estímulo, y que decidió frenar.

Ahora, con 18 meses, está «en la fase de aceptación definitiva». La realidad se le presenta día a día. Por ejemplo, el niño todavía no camina (aunque hay otros niños sin el síndrome que también tardan mucho en hacerlo), y su madre sabe que tiene que enfrentarse a barreras que ha de ir superando con trabajo y paciencia. Manuel tiene una hermana de 9 años sin ningún problema genético. Su madre, con la llegada del segundo hijo, ha debido «reajustar los tiempos», echarle paciencia y trabajar con el mismo cariño e ilusión que si se tratase de un niño sin el defecto genético. «Yo no le veo hacer nada que no hagan otros niños», afirma. Manuel es distinto, pero no tanto como se cree.