Se me murió el ave sagrada. Ayer la busqué por todo los hayedos de Montegrande pero no la encontré. Herminio era el último urogallo que había en el bosque. Desde el alba -cuando entonaba su requiebro de amor, por estos días, subido en lo más alto de una rama- hasta el atardecer, no me quedó rincón por mirar. Desesperado llamé a concejo a los animales silvestres pero nadie dio cuenta de su paradero: ni Tesa, la corza; ni Ladio, el oso; ni Belarmo, el venado; ni Serafo, el lobo; ni Milio, el raposo, me trajeron la buena nueva y todos compungidos por el compañero perdido se fueron cabizbajos y tristes. Estas Navidades, cuando le subí por Reyes un regalo no tenía Hermino buena cara. Se me murió, estoy seguro la Milana Bonita. Subido a un risco de la Sierra de La Verde grité como un poseso y juré en vano: ¡Que el dios Busgosu os confunda: furtivos, políticos, biólogos, veterinarios, guardas, sobreguardas y el Seprona! Perdón. Lo siento. Me embarga la aflicción. Pido disculpas. No volverá a ocurrir. Una elegía, Miguel. Una elegía y también una plegaria por los Santos Inocentes.