En la revista «Campo Astur», de abril de 1968, con el título de «Una supervivencia del colectivismo agrario en Asturias», mostramos un peculiar uso tradicional presente en Cordovero, situado a 12 kilómetros de Pravia, claro residuo de la marca germánica en el aprovechamiento de las tierras de sembradura.

Su fértil ería, conocida como Llousina, de una extensión primitiva de unas dos hectáreas, antes de la construcción de la nueva iglesia parroquial en la parte superior y de la merma por la carretera local, se reparte entre los vecinos beneficiarios para el cultivo individual. El sorteo se hace, cada cuatro años, el primer domingo de octubre, después de la celebración de la misa, y solamente pueden disfrutar de una parcela los residentes en el pueblo, casados e hijos legítimos de matrimonio, cuando uno de los padres hubiese nacido en Cordovero. En caso de muerte de uno de los consortes, el viudo continúa beneficiándose de la parcela, mientras la viuda conserva sólo media.

En los pueblos sujetos a un régimen colectivista, la vecindad va unida a la casa y al matrimonio y, como lleva implícitos los derechos a usar y aprovechar agrícola y pecuariamente los terrenos comunes, no se adquiere por el simple empadronamiento; entre los francos, según textos carolingios, los recién llegados al mansus o explotación rural, llamados huéspedes, creaban múltiples conflictos y, aunque se les toleraba, no llegaban a integrarse en la comunidad vecinal, careciendo, por ello, de sus privilegios; en las ordenanzas del concejo de Aller -modelo de regulación de vida campesina-, los forasteros son igualmente rechazados a participar en el disfrute de los bienes comunales. Por esta razón, en Cordovero, para el disfrute de su ería es necesario tener la condición de vecino arraigado. Resulta curiosa la coincidencia con otras prácticas colectivistas; así en Llánaves (Riaño), desde siempre las tierras labradías se vienen sorteando cada diez años entre los vecinos en lotes de unas tres fanegas -una con 82 hectáreas-, correspondiendo a las viudas sólo medio lote.

Originariamente, la Llousina, como el agra gallego, estaba cerrada con sebe o un fuerte desnivel y tenía una única entrada, por lo que debía hacerse en todas las suertes un cultivo obligatorio -antes sería escanda o centeno y últimamente maíz y fabas-, permitiéndose el paso o serventia a través de las mismas para las labores del cultivo -abonado y arada-, que se iniciaba en las inferiores y la recogida de la cosecha, que, al contrario, comenzaba por las superiores, concluyendo todo ello en determinadas fechas: la ería se abría el 29 de septiembre, festividad de San Miguel, y se cerraba el 25 de abril, día de San Marcos.

Incluso, antes, levantadas las cosechas, pudo aplicarse la derrota, usual en los cortinales para el aprovechamiento de los rastrojos por los ganados del pueblo.

Por tradición oral -según me manifestaron entonces los hermanos Lola y Camilo García, los más viejos del lugar-, se sabe que los beneficiarios originarios fueron seis familias y el cura párroco, que disfrutaba también de una parcela en propiedad, de veintiséis con veinticinco áreas, que fue vendida por el Estado en la desamortización de los bienes del clero secular, a mediados del siglo XIX, pasando al patrimonio de un vecino. La superficie de las suertes varía en todos los repartos por los cambios acaecidos en la demografía local. La caída de la población rural se inició hacia 1968, bajando en aquel cuatrienio las parcelas de veintidós a diecinueve, según se refleja en el catastro de rústica (polígono 53, parcelas 50 a 69, excluida la 65 por el motivo expuesto). Igualmente, es notorio y proverbial en el pueblo que la ería de la Llousina fue donada por una dama de la nobleza para su disfrute en las condiciones referidas; al no existir documentación histórica acreditativa de esta leyenda, consideramos el asunto como una reminiscencia de la marca en la colonización por un pueblo o comunidad de su territorio: la casa y el huerto, hufe, de propiedad privada; las erías repartidas periódicamente para el cultivo independiente y los pastos y bosque, allmende, indivisos para el aprovechamiento en común del vecindario.

Ahora, desde la publicación de la «Colección Diplomática de Celanova» por Emilio y Carlos Sáez y, especialmente, de la «Vida y milagros del obispo San Rosendo», sabemos que la gratitud de las gentes de Cordovero, en forma de tradición, transmitida de generación en generación, no es una leyenda, responde a la realidad histórica: la donante de la Llousina fue Ilduara, casada con el conde Gutier, una aristócrata del siglo X, como titula M.ª del Carmen Pallares Méndez su magnífica monografía.

Con la expansión del reino de Asturias, Alfonso I organiza la administración territorial, delegando en los comtes, sus hombres de confianza en la guerra y en la paz, la plena autoridad real en determinadas áreas o comarcas de sus extensos dominios. Y en el matrimonio de Ilduara y Gutier se fusionan dos de las principales familias del reino astur-leonés: ella era nieta de Gatón, conde del Bierzo, e hija de Ero, conde en tierras de Lugo; y él, hijo de Hermenegildo, consejero y pariente de Alfonso III, casado con Hermosinda, prima del rey, cuya hija Elvira, a su vez, fue esposa de Ordoño II de León.

Resumamos el relato de la «Vida y milagros de San Rosendo (907-977)». Ilduara, desesperada por no tener descendencia tras continuas súplicas en diversos santuarios, estando en la villa real de Salas se dirige al monte Córdoba, distante unas dos millas en línea recta por el bosque, y el gran sufrimiento y sus piadosas oraciones acaban en una visión angélica anunciadora del cumplimiento de sus anhelos. Llamado su esposo Gutier, que estaba combatiendo a la morisma en Coimbra y transcurrido el debido tiempo, nació su primer hijo, San Rosendo, al que siguieron después otros cuatro. En acción de gracias, dio libertad a las familias siervas y les cedió la mitad de la heredad que poseía en aquel lugar, edificando en el mismo una iglesia en honor de Dios y de San Miguel.

Este suceso, despojado de los excesos hagiográficos, puede ubicarse perfectamente en el actual Cordovero. El monje cronista Ordoño de Celanova olvida el nombre real de Cordovairo, situado en Salas (Asturias), donde Ilduara y Gutier poseían una villa o explotación agraria, pese a su múltiple constancia en la documentación del monasterio, sonándole, a los doscientos años, por semejanza la capital del Califato.

Coinciden con este parecer fray Justo Pérez de Urbel, M. Gómez Moreno y, recientemente, Miguel Calleja Puerta; lo avalan tanto la orografía, pues en el relato se dice que Ilduara «mando preparar un camino por la cima del monte» y, en realidad, del castillo de Salas a Cordovario, por Camuño y Linares, atravesando el carbayeu del Rey, entonces más extenso, sin servirse de la vía romana de La Estrada a La Calzada, en línea recta hay unos diez kilómetros, como la preferencia de San Rosendo por el lugar, ya que firmado el año 934 la partición de los bienes de sus padres y abuelos, le corresponde a cada heredero una quinta parte en Cordovario y en el año 951 accede a la perteneciente a su hermana Adosinda.

Seguidamente, hacemos la descripción histórica de Cordovero. Gutier, en el año 912, efectúa a su esposa Ilduara una donación, donatio inter cónyuges, consistente en la mitad de lo conseguido y que pueda conseguir de la generosidad regia y de la participación en la guerra -muestra de su cariño al hacerla copartícipe del control de sus bienes, sobrepasando a la propia ley-, en la que, por lo que nos interesa, se dice: «in territorio Asturiensi villa quam vocitant Cordovarium ab integritate, qui est fundata iuxta ripa riui Arancum, cum adiacentiis vel cunctis prestationibus suis».

En base a este texto, suele atribuirse la fundación de esta villa agrícola a un ascendiente del conde Hermenegildo, lo que es un desatino, pues en ese caso llevaría unido el nombre de su posesor, como ocurre en otros lugares del entorno próximo o Villagatón, en Brañuelas (el Bierzo, León), debiendo desecharse, igualmente, la colonización por cristianos huidos de Córdoba. Posiblemente, la concesión de Cordovero se deba a una merced del rey Silo -celta con dominios en Lugo- a un compañero de armas de la misma etnia por la ayuda prestada en la batalla del monte Cupeiros, en Castroverde, al llevar incluida también Cañedo, en la misma cuenca del río Aranguín y muy cercano a la corte de Santianes (Pravia).

En los viejos tiempos, el campesino, «enemigo del bosque oscuro», hacía un claro en el mismo y formaba un pueblo, siempre que se diesen unas circunstancias favorables: terreno ligero y fácil de arar y una fuente abundante, prefiriendo las laderas soleadas, donde la viviendas recibiesen el máximo de luz y el menor azote de los vientos. Todas estas cualidades, poseídas por Cordovero en grado sumo, las tuvieron que aprovechar, indudablemente, gentes colonizadoras en época anterior a los hispano-romanos, asentados después en villas en los alrededores. La etimología del topónimo lo confirma. Cordovario está compuesto de una raíz indoeuropea *cor que indica construcción redonda y, por ende, cerrada, contenida con igual significado en corro (depósito para la maduración de los erizos), corral, cortinal o llousa en bable, corondas de hórreos y paneras, corium (cuero) e incluso corbatas (castañas cocidas con su piel), a la que se añade el sufijo o alargamiento *avario, de varetis, palabra de origen zenda, que significa valla o cercado, y que en el caso del arroyo Savario, en dicho lugar, indica límite del territorio.

Estrabón, en su famosa obra, dice que los celtas vivían dentro de una especie de cercados, de kraals circulares, que servían a la vez de parques del ganado. Este sistema de parque o prado comunal denota una economía esencialmente pastoril, por la protección que ofrecía para los animales, sin menoscabo a las producciones agrícolas para el sustento diario. Puede observarse, a simple vista, que el núcleo originario de la villa de Cordovero fue un cercado o empalizada entre las viviendas de sus primeros moradores en torno al prado comunal, hacia el cual podían incluso conducir, por gravedad, el agua de la fuente cercana.

Cuando publiqué, en 1968, el referido trabajo, como se confiase en las posibilidades de la moderna agricultura de grupo, propuse un modelo para dar rentabilidad económica a la explotación de la Llousina; fracasada, casi totalmente en España, aquella idea de gestión comunitaria para paliar los defectos del minifundismo, ahora con el fuerte éxodo rural, la ería ha dejado de cultivarse, se dedica a pasto y de los once vecinos residentes durante todo el año en el pueblo sólo tres matrimonios jubilados tendrían derecho al disfrute de este bien comunal en la forma tradicional.

Como colofón, debemos resaltar que en Cordovero -como ocurrió en las Galias tras la conquista de Julio César-, el suelo agrario ha conservado en gran medida la fisonomía que en su tiempo le dieron los celtas. Certera apreciación la de Ortega y Gasset: «El alma del labriego es docilidad y tradicionalismo, recogimiento de lo cotidiano, imperio del hábito, gravitación hacia el pasado».