Ventosa (Candamo),

Ignacio PULIDO

Olga Alonso García vive con pasión el que ha sido su oficio durante décadas. A pesar de tener 82 años, opta por seguir al pie del cañón tras el mostrador de su comercio, Casa Marcela, en el pueblo candamín de Ventosa. Olga considera que aún no ha llegado la hora de su jubilación, y lo cierto es que rebosa vitalidad. Sus clientes lo corroboran. «Si lo deja, se muere», enfatizan.

Aunque suene a tópico, la vida da muchas vueltas. Olga estaba llamada a criarse en los Estados Unidos. Vino al mundo en Tampa (Florida) en 1930. Décadas atrás, su abuelo paterno, Gumersindo Alonso, había cruzado el charco tras abandonar su aldea de Candamo. «Allí conoció a mi abuela, que procedía de las Canarias», explica. Como fruto del matrimonio, en 1905 nació Gumersindo, un chaval que encaminó sus pasos hacia el mundo de las finanzas y que desarrolló su labor profesional en la sede neoyorquina del banco Ybor, vinculado al comercio de tabaco.

El joven trabajador de la banca contrajo matrimonio con su prima carnal Marcelina García, un año menor que él y perteneciente a una saga de comerciantes afincada en Ventosa. «Mis padres se casaron por poderes. Mi madre se trasladó a vivir con él en los Estados Unidos», explica Olga. Sin embargo, llegó el Crack del 29 y el sueño americano perdió su lustre. En 1933, cuando el «New Deal» daba sus primeros pasos, Gumersindo y Marcelina hicieron las maletas y regresaron juntos a Ventosa. «Allí se ocuparon de atender a mi abuelo materno, Ignacio, y se encargaron del bar tienda», subraya.

Gumersindo cambió la banca por la aldea. «Era feliz con el ganado. Siempre fue un hombre de buen temperamento», asegura. Marcelina retomó los pasos de su difunta madre, Elisa Alonso, y de su abuela Pilar al frente del negocio familiar. «Desconozco cuándo fue fundado, pero sostenemos que tiene unos doscientos años de antigüedad. Estaba aquí antes que la carretera», comenta. Olga y sus hermanos crecieron a la par que la fama del establecimiento, donde incluso llegó a ser habilitada la escuela del pueblo. «Se ubicaba en un pequeño cuarto. Asimismo, durante la Guerra Civil fue requisado y ocupado para intendencia», comenta.

Olga abandonó sus estudios en el Colegio Santo Ángel de Avilés para dedicarse plenamente al chigre. «Abandoné los libros cuando la salud de mi abuelo Ignacio empeoró», explica. Era preciso echar una mano. La actividad en Casa Marcela era frenética. Los fines de semana, decenas de mozos se daban cita en su salón. Todos los domingos y festividades señaladas, como las Candelas, el día 2 de febrero, se contrataba a músicos. «Cuando se abrió el salón, la cubierta era tan sólo de teja vana», recalca. Orquestas como «Gong» y «Séliva», de Avilés; «Muñiz», de Arnao; «Venus», «Sícora» y «Neptuno», de Grado; «River», de Trubia; «Copacabana», de Luarca; «Boris», de Pravia; «La Estrada», de Salas, o varias bandas gallegas amenizaban las tardes de folixa.

Pero todo cambió. La sala de fiestas Maijeco de Grado abrió sus puertas y se convirtió en polo de atracción para los jóvenes. Los autobuses Hernández pusieron en marcha una línea que conectaba a los jóvenes de la comarca avilesina con la villa moscona. «Los domingos servíamos comidas a los chavales que regresaban de Grado en dirección a Avilés, Castrillón o Gozón. Nuestros callos tenían mucha fama», enfatiza.

A finales de la década de los ochenta, Olga asumió la gerencia de Casa Marcela tras el fallecimiento de su madre. «Regentar un bar tienda exige estar al pie del cañón todos los días», sostiene. El chigre sigue teniendo bastante tirón, sobre todo los días que hay fútbol. «Los encuentros se viven aquí con una gran rivalidad. Yo soy del Madrid aunque pierda», comenta entre risas.

La vida de comerciante parece hecha a su medida. «Soy muy hablante. Me gusta este trabajo», reconoce. Sus tres hijos han optado por otros caminos. «Veo fastidiado el futuro del negocio», señala, como siempre, tras el mostrador.