Aunque parezca un contrasentido, tras una buena riada, como la última de primeros de febrero, me resulta parcialmente reconfortante pasear por las vegas, aún cubiertas por una capa fina de lodo y agua, para así poder comprobar lo que fue y lo que, por suerte, no llegó a ser. Cuando parece que tenemos controlada la fuerza de la naturaleza, cíclicamente ésta nos proyecta episodios catastróficos, que nos recuerdan la levedad del ser y minimizan el efecto de la soberbia humana. Que la vega de Peñaullán sea una especie de lago embarrado y que el sector occidental de La Himera parezca un arrozal son dos serios avisos de que todo es posible. El puerto de San Esteban era un almacén de madera flotante y las plantaciones de kiwis eran perfectamente navegables, mientras que el viaducto de la autovía lloraba agua embarrada por todos sus ojos. El paisaje después de la riada retumba silencios.