En las últimas semanas estoy embargado por sentimientos contradictorios. La culpa es de Javier Clemente: yo que siempre me había definido como «cruyffista», descubro ahora que tengo impulsos «clementistas» cuando veo al Sporting jugándose la permanencia a cara de perro. Supongo que es lo que sienten aquellos votantes que apoyan a un partido contrario a su ideología, pero que promete la salida de la crisis, el fin del mamoneo o el pleno empleo. Cosas veredes, amigo Sancho. Al final, todos tenemos un punto pragmático, y el romanticismo lo dejamos para el aniversario de boda. En el fondo, ser clementista no es malo, aunque en la forma sí lo sea: se trata sólo de buscar el camino más corto, que en fútbol es el patadón (a la pelota o a la tibia del contrario), y en política es la demagogia. El modelo sirve para ganar partidos y elecciones, aunque a la postre no nos dará el cielo. Por eso prefiero los políticos cruyffistas, aunque pierdan las elecciones, y los entrenadores clementistas, que mantienen a mi equipo en Primera.