Hay días que nos deparan sorpresas tan agradables que hacen que miremos la vida de un modo diferente, con distinta perspectiva. Y esto es lo que me ocurrió el pasado 17 de febrero cuando asistía a misa de once de la mañana en la iglesia parroquial de San Félix de Lugones. Y es que a la entrada del templo se oían los sones de trompetas y tambores, que hacían pensar que alguna celebración o algún acontecimiento teníamos, y en verdad que era así. Empezaba la misa catequética para los niños, y desde el coro, sito en la parte central del templo, encima de la puerta de entrada y enfrente del presbiterio, sonaron las fuertes notas de trompetas y tambores. Parecía que las paredes, columnas y techumbre de la iglesia se desprendían, se fragmentaban al interpretar el «Cerca de ti», pero poco a poco nos fuimos adaptando al momento y asimilando su tono, y a ello contribuía la medida y prudente palabra del párroco, don Joaquín. Los feligreses de Lugones íbamos a tener el privilegio de escuchar y apreciar el buen hacer de la Cofradía de la Hermandad de los Estudiantes, que tiene su sede en la parroquia de San Javier, en Oviedo, y que ya es un referente dentro de la Semana Santa ovetense.

Una vez más la música, elemento sagrado donde los haya, iba a testimoniar y a acompañar nuestra fe. Los niños, bien despiertos por la celestial y sorprendente música, situados en los primeros bancos, volvían sus cabezas curiosas hacia el coro o hacia la derecha del altar, donde un integrante de la hermandad izaba el bello estandarte del grupo. La Palabra de Dios, la música y los fieles, en especial los niños, iban a ser los protagonistas. La Palabra, con textos tan adecuados como las tentaciones de Jesús en el desierto, imagen certera de nuestras ambiciones y tentaciones; la música, con su intervención en los momentos más relevantes de la misa, así, al empezar con la conocida canción «Cerca de ti, Señor»; en la consagración, con el himno de España, y al acabar la misa, con la conocida saeta de Antonio Machado «Al Cristo de los gitanos»; y, por último, los niños, que no perdían ripio de lo que pasaba y que en algunos momentos, con sus cantos acompañados de palmas y pies, competían en percusión con los músicos. En medio de toda esta mezcla de sensaciones, el sacerdote, que, con un texto bíblico tan sugerente como el ya citado, nos ilustraba acerca del mal en el mundo y de nuestra pequeña o gran responsabilidad en su extensión o freno, y nos recordaba que siempre existe una culpa personal, un mal propio que debemos reconocer y combatir.

Pocas veces he visto una mayor coordinación entre fieles y sacerdote, y a todo ello contribuyó la música, que hizo que esta santa misa de este 17 de febrero tuviera un tono especial y que hasta la bella imagen de Cristo crucificado que preside el presbiterio de San Félix -ese Cristo vivo, de medianas dimensiones, de cabeza levantada y sufriente- lanzara unos destellos de alegría, de contento, y no era para menos, pues pudo comprobar cómo todos hacíamos suyo ese deseo popular de pedir una escalera para subir al madero y quitarle los clavos a Jesús el nazareno, de ayudar al hermano, al próximo -no viene mal recordar que los conceptos de fraternidad, caridad, solidaridad u otros semejantes son patrimonio cristiano, no se dan en otras culturas-, y pudo percibir cómo todos, a ritmo de trompetas y tambores, teníamos diferente pulso y recordábamos que en el año de la fe, en palabras del Papa emérito Benedicto XVI, Dios no puede entrar en mi corazón si yo no le abro la puerta.