Grado, Mónica G. SALAS

Una en Grado y la otra en Ambás, pero las dos han crecido elaborando quesos afuega'l pitu. Son las hermanas María Luz y Filomena Martínez, de 64 y 62 años, respectivamente, naturales de Cubia, que fueron homenajeadas, junto a otras tres mujeres mosconas, con motivo del Día Internacional de la Mujer. Agradecidas por el reconocimiento a toda una vida de lucha, esfuerzo y superación, las queseras mosconas relatan su historia.

La primera en comenzar a elaborar quesos fue Filomena Martínez, a los 17 años, en su Cubia natal. «Mi familia siempre se dedicó a la producción de leche, pero llegó un momento en el que cada vez pagaban menos por ella, y entonces yo empecé a hacer quesos», manifiesta; pero la cosa no fue así de fácil. A Filomena nadie le enseñó. A base de pruebas y, sobre todo, mucho trabajo, consiguió ir perfeccionando una receta, que más adelante conquistaría los paladares de sus vecinos todos los miércoles y domingos en la plaza de Grado. «Recuerdo que bajaba en autobús desde Cubia con un cestín con dos plantas de quesos y cuando no conseguía venderlos todos llegaba a casa disgustada», relata Martínez, que, tras casarse a los 23 años, pasó a vivir a Ambás, donde más tarde fundaría la quesería Casa Sancho, que hoy regenta.

Por su parte, María Luz Martínez se trasladó a Grado con 18 años. Allí siguió los pasos de su suegra vendiendo leche de casa en casa. «Iba con lecheras repartiéndola por todo Grado. Era un trabajo muy sacrificado», señala; pero al igual que su hermana, y a raíz de la comercialización de la leche, el negocio comenzó a tambalearse, y entonces María Luz decidió probar suerte en el mundo de los quesos. «Todavía me acuerdo del primer día en que conseguí que tres de ellos me quedasen derechos. Menuda alegría», relata Martínez, ahora propietaria de la quesería La Borbolla, en Grado.

Desde estos inicios hasta hoy, mucho han tenido que luchar estas dos hermanas de Cubia. «No había cámaras de conservación como ahora, teníamos que tener mucho cuidado con las moscas y el calor en el verano, y con el frío por el invierno», dicen. De hecho, todavía tienen grabado en sus mentes cuando tenían que tapar las cuajadas con mantas de borreguillo y colocar los quesos al lado de un ventilador y sobre hojas de maíz para secarlos. «Trabajamos mucho, mañana y tarde. Fueron tiempos de mucha penuria», manifiestan.

Aun así, nunca se rindieron, y hoy todavía siguen mimando sus quesos. Aunque, eso sí, ya desde un segundo plano. «Estamos machacadas. Ahora son nuestras hijas las que se encargan más de la empresa», sostienen deseosas de que la tradición nunca llegue a perderse, ya que después de tantos años le profesan un gran cariño.