La fiesta de prau está en la cima de su popularidad. Lo mismo que el gin-tonic. Parece una contradicción en toda regla. O quizá no. Quizá el hecho de que triunfen el gin-tonic y la fiesta de prau sea una muestra inequívoca del signo de los tiempos. Quizá representen la polaridad en que nos movemos: ese fin de la clase media al que aluden los agoreros y los amigos de los agoreros que no son agoreros pero se ven contagiados sin remedio por los insistentes discursos de los agoreros.

El gin-tonic es la exquisitez, que puede derivar en pijería extrema y, más allá, en estupidez extrema, con esas doscientas mil marcas que casi nadie distingue y, según en qué lugares, esas mezclas de esencia de albahaca, azufre y arroz con leche con que aderezan la mezcla para darle un carácter especial a cada trago. Tomas dos copas de esas, llenas de matices, y te sientes bien. Y cuestan un huevo y la yema del otro.

La fiesta de prau es la batalla, el botellón primigenio. Tan es así que últimamente las comisiones están temblando o, directamente, dictando restricciones para que la gente no se traiga la bebida de casa porque así no hay quien financie nada.

Al final, en cualquier caso, lo importante es que en las débiles economías actuales quien quiere salir a emborracharse no puede beber con matices, y quien quiere beber con matices, no puede emborracharse.

Y es así como la clase media se va al carajo. La gente habla de que la juventud no sabe divertirse, de los excesos y demás, pero al final todo es cuestión de pasta. Como seguimos instalados en la cultura de la juerga y la hostelería es el sector más en boga, y además presumimos de fiestas por todas partes, no podemos pedirle a la gente que no se eche a la calle. Los jóvenes quieren salir, y como no tienen pasta, van al súper, pillan dos botellas de una bebida blanca de nombre medio soviético y salen al ruedo.

Mucha gente joven quiere cachondeo porque lo lleva en los genes. Son una versión actualizada de lo que fuimos nosotros. Nada ha cambiado. No sé si por suerte o por desgracia.