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De Aquí A Lima

Menos normas y más educación

La polémica por la venta de huevos en el mercado de la Pola refleja el exceso de reglamentación que acaba por hacer más insegura a la sociedad

Menos normas y más educación

El exceso normativo de los gobiernos generó la crisis actual. Eso al menos es lo que defiende la teoría económica austriaca. Los seguidores del Nobel de Economía Friedrich Hayek contradicen otras teorías que achacan la depresión a la escasa regulación de los mercados, y la conjetura -muy extensa para desgranar aquí- es, cuando menos, razonable.

Podría resumirse en que ante los primeros síntomas de depresión, en 2004, los gobiernos intentaron gestionar "científicamente" las variables monetarias y regularon la cantidad de dinero en circulación, el interés bancario, los tipos de cambio, la generación de empleo público, las tasas de crecimiento económico? y ese exceso de normas y reglamentos provocó la catástrofe financiera.

Hayek repudia, además, las leyes generales porque impiden la justicia distributiva. La búsqueda de un reparto más justo tiene necesariamente que conducir a la destrucción de lo que él denomina "el imperio de la ley". Porque no se puede producir el mismo resultado en personas diferentes si no se las trata de forma distinta. Separar a justos de pecadores.

Una mezcla de ambas cosas, del exceso de reglamentación y de una justicia poco distributiva, tiene en vilo desde hace semanas a los vendedores de huevos caseros, miel, manteca o gallinas del mercado de La Pola. Asistimos a la plasmación práctica de la avidez normativa que en esta ocasión ha tomado como rehenes a los vendedores de los excedentes agrícolas y, en su cara, les ha dado una bofetada a sus centenares de clientes.

Ha habido que pasar por registros y vigilancias policiales, discusiones subidas de tono, señoras entradas en años estraperlando huevos o miel caseros por las esquinas como si vendiesen cocaína, protestas de los comerciantes, un decreto, un manifiesto, una recogida de firmas y no sé cuántas cosas más para acabar por restablecer -al menos parcialmente, de momento- el sentido común. Más pólvora gastada en salvas. Como si fuésemos sobrados de fuerzas y no hubiese asuntos importantes que abordar en la villa y el concejo.

Habrá que perseguir a quienes compran huevos en el supermercado y los intentan luego vender como caseros, a los revendedores, a quienes carecen de licencia, a quienes cometen fraude y a quienes pueden poner en riesgo la salud de sus clientes, pero no a quienes se ganan la vida con un oficio mucho más antiguo e igual de digno que el de concejal, alcalde o legislador. Además, no se puede exhibir en una mano un hatajo de medidas con vocación de fijar población en el desangrado medio rural asturiano y en la otra esconder un manojo de normas que complican la supervivencia en los pueblos.

De todos modos el vodevil de los huevos caseros de La Pola no es más que una alegoría de una sociedad que vive cada vez más asfixiada por una normativización que se hincha como un globo y va dejando menos espacio para respirar. Para colmo, en estos momentos gana volumen aún más rápido inflada por el desconocimiento, los palos de ciego y el ansia por innovar de algunas de las nuevas formaciones políticas, que ven en la reglamentación una forma de dejar huella y se mueren, allí donde tienen representación, por revisar, reformar o redactar más normas, decretos y reglamentos, sobre cualquier cosa: fiscalidad, espacios naturales, normalización lingüística, botellón, terrazas o animales de compañía. Avanzamos hacia un marco legal cada vez más populista, muy voluntarista pero difícil de digerir por el ciudadano, por pantagruélico.

Un equipo de especialistas murcianos en materia medioambiental, en el que había biólogos, urbanistas y juristas, concluyó en un informe reciente que "la sobreproducción de leyes que generan las administraciones" y la "tendencia de los gobernantes a aprobar normas con pretensiones propagandísticas" llegan a poner en peligro la seguridad jurídica de los ciudadanos "porque están expuestos a una regulación excesiva que no se puede aplicar con certeza". Como en la teoría económica de Hayek, la paradoja de regulación que acaba por generar inseguridad.

Muchas de las normas que encorsetan a una sociedad que se autodefine libre se evitarían incrementando la responsabilidad social, estimulando la conciencia colectiva y mejorando la educación. No sería necesario regular la recogida de los excrementos de los perros en los espacios públicos si sus dueños se comportasen cívicamente, o legislar la colocación de las terrazas si se aplicase el sentido común y siempre se dejase una zona de paso. Tampoco, siendo más utópicos, imponer un lenguaje de género o combatir la violencia machista si se educase en igualdad. En casa también. Sobre todo.

Hasta que eso llegue, la estupidez normativa no tiene límites ni entiende de fronteras. Denver aprobó en 2014 una ordenanza que prohíbe sentarse en el suelo. Lo hizo con la intención de acabar con la mendicidad, mejorar el aspecto de la ciudad y atraer a los mismos turistas a los que ahora multa cuando se sientan en un parque. En Alabama una norma prohíbe expresamente vendarle los ojos a alguien cuando está conduciendo. El Reino Unido conserva una ley que prohíbe morirse en el Parlamento (la Cámara tiene estatus de palacio y una persona que se muriese allí tendría que ser enterrada con honores de Casa Real). Los británicos también han regulado, por ejemplo, que un varón que se sienta obligado a orinar en público puede hacerlo, eso sí, siempre que apunte hacia la rueda de su vehículo y mantenga su mano derecha apoyada en él (el coche, se entiende).

En Tenerife intentaron exigir hace seis años que para hacer castillos de arena grandes en la playa fuese necesaria una licencia municipal. En Sevilla, la ordenanza contra la contaminación acústica, ruidos y vibraciones prohíbe jugar al dominó en las terrazas. Será cuestión de tiempo que algún iluminado se sienta capaz de acotar con una ordenanza los decibelios del mercado de los martes. Que las gallinas de pueblo, además de poner huevos ilegales, cacarean muy alto.

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