Ahora que conmemoramos los penosos acontecimientos de Verdún y el Somme, ocurridos durante la Primera Guerra Mundial -la primera guerra tecnológica, mecanizada y total- no cuesta trabajo imaginar los sentimientos de los soldados atrapados en las trincheras y sometidos a una guerra de desgaste por la artillería, la aviación, el gas tóxico y otros artilugios. Tampoco resulta difícil comprender la situación de aquellos hombres inmovilizados y sitiados, enterrados en el lodazal, con pulgas y ratas, muertos de miedo y además con frío. Puede que resulte exagerado, pero cuando viajo en coche a Oviedo, o a alguna otra ciudad, no puedo dejar de recordar a aquellos soldados condenados a elegir; si seguir paralizados por el miedo o huir hacia tierra de nadie. Porque acceder a la ciudad en coche resulta parecido a conducir una ofensiva por un campo minado. Supone circular entre un aluvión de marcas, señales, semáforos y, sobre todo, radares móviles y fijos que asaltan o esperan a sus víctimas entre conductores imprudentes o incautos, pero también entre chóferes asustados.