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Cecile, en la cumbre del Paraíso

El entusiasmo de una joven ciclista francesa de viaje por España que rompió a llorar al coronar el puerto Ventana

Cecile, al coronar Ventana. C. Peyroux

Eran casi como alaridos rompiendo la paz y el silencio de la tarde. El sol recogía sus últimos rayos para un canasto en las crestas de Las Ubiñas y un mar de nubes cubría el cuenco de Teverga hasta el vasto horizonte de Marabio y Santa Cristina. Eran gritos desgarrados y profundos sin poder interpretar si eran de dolor o de alegría.

Este cronista llegaba de Las Babias de Uso y de Yuso -el país más bello del mundo- con las golondrinas y vencejos haciendo piruetas en el aire, mientras una docena de cigüeñas picoteaban en un pastizal para llevarse un topo a la boca. La fragancia del heno, recién segado, era un bálsamo para el alma y un perfume para los rincones más alejados del cuerpo.

Sediento, me había acercado a la fuente de los dos caños y fue de vuelta al coche cuando sentí el griterío que profería una mujer con los dos pies en la calzada, una mano en el manillar de la bicicleta y un puño en alto, mientras miraba extasiada los Huertos del Diablo y la belleza de la estepa leonesa.

Me acerqué para ofrecerle agua y la muchacha -que así lo era con una treintena escasa de años- esbozó una sonrisa de agradecimiento y bebió con avidez inusitada hasta terminar el líquido reparador de la fontana. Le pedí que se cubriera, ante la fría corriente que barría la collada del puerto y así lo hizo. Al pronto aparecí con una tableta de chocolate y avellanas que la joven fue comiendo como si en cada dentellada hubiera el más exquisito de los bocados.

Procedí a colocar la bicicleta en una de las balaustradas, mientras ella seguía comiendo el chocolate y bebiendo sorbos de un agua fría y cristalina. Era una bici de montaña bien entretenida con un fardo en el portabultos de al menos quince kilos y con todo aquel peso, la mujer había ascendido los veinte kilómetros del puerto hasta llegar a los 1587 metros que Ventana tiene en todo lo alto. Oviedo-Teverga por la Senda del oso, llaneando hasta Riello y a partir de aquí a poner el corazón al trote y luego al galope a fuerza de pedaladas.

No cesaba de sonreír y sus retinas y sentimientos no daban crédito a cuanto estaba viendo y ocurriendo. Era fácil entender de que se traba de una mujer extranjera y que por el lenguaje y algunas expresiones comprendí que era el francés su medio de expresión.

Fue entonces cuando le puse la mano derecha sobre su hombre y le dije: "Vous êtes chez vous". Al oír aquellas, palabras de ánimo, la muchacha rompió a llorar.

Poco más supe de ella. Le dije mi nombre, le di mi correo electrónico por si a la vuelta a su casa me escribía para así enviarle las fotos que le hice y me dio su hermoso nombre: Cecile. No podía ser otro.

Un casto beso en las mejillas y la joven se perdía entre la calima babiana en busca de la vida. Mujeres así, intrépidas, decididas, aventureras, cultas, sensibles, fuertes y duras, como los canchales de Ubiña, son las que el mundo necesita para hacerlo más justo y mejor.

A lo mejor un día, el cronista tiene quien le escriba. Si así fuera, pierdan cuidado, que les daré santo y seña de cuanto me cuente. Beau geste.

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