La historia de muchos territorios suele ser con frecuencia, sobre todo, la de los vaivenes de sus gentes. Y cuando se dan en lugares de geografía singular resultan definitivos.

Es el caso de los Oscos, varias veces escenario migratorio y nunca lugar de paso. Sobre la primera, larga y mansa, oleada de romanización, sucesivos aportes irían perfeccionando el espacio socioeconómico que resultó tradicional. En ellos debió gestarse el nombre plural que tan bien define la comarca, y la variada toponimia que nos deja sus sombras y la evidencia de que dominaban del medio.

Cerca del año mil empezamos a leer su historia en viejos pergaminos. Y casi al tiempo se deja ver, constante, una historia de colonización, de afanes por la ocupación y uso del espacio, de búsqueda de nuevas formas de permanecer en una tierra que, como dirá un monje en el siglo XVI, "es declive y montañosa, y cuesta mucho afán el beneficiarla".

En buena parte del noroeste, cuando el reino crecía por el sur el interior precisaba repoblarse, y lo hará una fuerza nueva, entonces formidable, los monasterios, en sucesivos intentos. Primero los monjes mismos y después sus colonos - e sua generación- apuraron hasta el extremo los territorios. Mediado el siglo XIII no quedaba en los Oscos -tampoco en el entorno- un espacio sin explotar, y bien se conoce su labor en los nombres de cada lugar: folgueiras, acebos, xestas, salgueiros, penas y brañas bautizan la tierra recién ocupada, que ya no tiene nombre de persona o santo.

Si las llegadas son sonadas, y dejan rastro, las partidas son silenciosas. Colmado el espacio, el mundo urbano empezó a ser polo de atracción para las gentes del campo: Burón, Grandas, Ribadeo y Castropol, burgos sedientos de gente, se fueron poblando a medida que se acusaba una merma en los campos que cada señor intentará resolver en competencia. El fenómeno, común a todos los reinos peninsulares, se ha descrito como la "lucha por el vasallo" y se conoce en una mejora en las condiciones de los arriendos para atraer pobladores.

En esa competencia el monasterio de Oscos explorará una fórmula -los escusados-que hoy resultaría de una sorprendente modernidad: la exención fiscal para sus colonos. Pero la peste y la anarquía de las guerras civiles y banderías hicieron el problema endémico, y sólo con muchos esfuerzos parece haberse recuperado al final de la Edad Media, pero aún entonces se habla de caseríos despoblados.

Con la Edad Moderna llegó, poco a poco, la siguiente oleada de pobladores, un amplio contingente de vascos ligados al laboreo del hierro. Naturalizados pronto, su nombre quedó en apellidos hasta hoy. Agua, bosques para leña, vetas de hierro y libertad de empresa coincidieron como reclamo para la principal industria del momento, que multiplicó gentes y riqueza. Pero alguna anécdota de los monjes ilustra lo que fue una preocupación constante: cuando en el siglo XVIII planteaban renovar la ferrería situada en el centro de la comarca proponían aprovechar la gran afluencia de clientes instalando un tabernero "que mate vaca" para vender el vino del monasterio; también por entonces dejaron una de sus mejores casas sin arrendar a la espera de atraer con ella a un cirujano. Sinergias.

Después, poco cambió. Llegaron las patatas y el maíz y las tierras pudieron dar de comer a más. Fue por entonces cuando, se ha dicho, llegó "el apogeo de la civilización rural". En cualquier caso, pronto se hizo evidente que en el occidente de Asturias ese umbral dependía en gran medida del hierro. Los hornos de carbón mineral trasladarán el interés del capital y la rentabilidad a otras latitudes, a las Cuencas, y a partir de entonces el tiempo empezó a correr más rápido en otra parte.

Silenciosamente, con el reclamo de la ciudad y otros empleos, también con el señuelo americano, empezó un drenaje sólo contenido por coyunturas extremas como la guerra. Si al principio hacía falta valor para marchar, a partir de un momento impreciso la ecuación se invierte, y quedarse resulta prueba de coraje.

Hasta aquí lo que dice la historia. Al cambio de milenio, el territorio vuelve a estar falto de gentes mientras los oriundos de los Oscos o de los concejos limitáneos en las ciudades del centro de Asturias superan con mucho el número de sus empadronados. Tal o cual año hay un bautizo, y una población envejecida hace mucho tiempo que dejo atrás el umbral de reposición.

Aquellas aldeas que hace más de un milenio encabezaron la colonización del espacio se vacían, y ya hace mucho que las más alejadas son dominio del monte, que recupera con ansia lo que fue suyo. Mientras, en las villas se echan cuentas para mantener la escuela, el médico, la tienda, el bar, el banco... el esfuerzo de los que quedan es titánico, en entusiasmo ante cualquier iniciativa que los reclame, en participación generosa, pero una fría realidad numérica parece imponer silenciosamente una sensación de ocaso.

Si aquel marqués que clamaba por el hambre de Asturias mediado el XIX visitase hoy esas tierras, escribiría sin duda otro manifiesto. Este de soledad.