Corría 1921 cuando, al dar la vuelta a la tierra, como se hacía cada año en la finca de «El Fabón», que entonces era propiedad de la familia de don Gregorio Farpón, afloró la huella de un pasado grandioso y olvidado. El lugar se encuentra al lado del arroyo de Sorribas, al borde de uno de los caminos que unen La Vega$27l Ciegu con la estribación montañosa en que se asienta la aldea de Mamorana y donde en algunos tramos aún se conservan tramos del empedrado original, y lo que salió a la luz no fue otra cosa que un mosaico de época imperial, confirmando otro de los nombres antiguos que recibía la finca: «La Iría de Vidriales», porque era frecuente que apareciesen en su superficie las pequeñas piezas de colores -las teselas- con las que los artistas configuraban este tipo de suelo decorativo.

La historia del mosaico es conocida. Cayetano y Valentín del Rosal, eruditos de la zona, pronto se dieron cuenta de que se hallaban ante los restos de una villa romana y procedieron a recoger los escasos restos materiales que aparecieron junto al mosaico y a cubrirlo con la propia tierra de la finca para protegerlo, con el fin de que los trabajos agrícolas no pudiesen estropearlo. Treinta años más tarde, con motivo de la inauguración del Museo Arqueológico Provincial, alguien se acordó de Mamorana y el mosaico fue levantado y llevado hasta Oviedo para convertirse en una de sus mejores adquisiciones. El arqueólogo encargado en aquellos momentos de la excavación fue el recordado Manuel Jorge Aragoneses, quien no se limitó sólo al trabajo encargado por el museo, sino que además aprovechó para inventariar los materiales y dibujar un plano de la parte de la villa que había podido reconocer. Así, resultó que el mosaico, de más de seis metros y medio de lado, pertenecía a una de las habitaciones laterales de una gran mansión cuyas dimensiones totales todavía son imposibles de establecer.

Luego llegó el olvido para cubrirlo todo y nunca se volvieron a plantear más excavaciones; ni siquiera ahora, cuando resulta imposible explicar por qué a pesar del éxito mediático del campamento romano localizado en La Carisa los arqueólogos relegan completamente la importantísima villa de Mamorana. ¿Tendrá algo que ver el proyecto inicial de la variante del Pajares, en el que «El Fabón» se veía directamente afectado por las obras para las nuevas vías del tren? Todo lo que vengo contando ya es sabido por los aficionados a estos temas; lo que sigue ahora estoy seguro de que no: en octubre de 1957 otra finca de La Vega$27l Ciegu nos sorprendió de nuevo. Fue en un pequeño terreno llamado la Fervencia que se emplaza en un lugar relativamente próximo a El Fabón; se trata de un lugar estéril arqueológicamente, porque su suelo es completamente arcilloso. Esta circunstancia hizo que allí se emplazase una tejera, que entonces era propiedad del señor Muñiz Aza de Ujo, en la que se trabajó hasta no hace mucho aprovechando el material del propio terreno.

Pues bien, al levantar el prado en ese punto apareció a más de dos metros de profundidad una estructura enterrada consistente en un gran tubo vertical y un fuso o columna central de arcilla cocida, de la misma forma que lo estaban las paredes. En aquel momento se dio parte a unos «técnicos», que confirmaron que se trataba de un horno de época romana y recogieron numerosos trozos de cerámica que se llevaron consigo. Desde entonces no se volvió a saber nada más y actualmente ni los más viejos del lugar recuerdan este episodio. La Fervencia sigue existiendo como un pequeño terreno sin labrar en el que están plantados unos frutales, el punto en el que se encontraba el horno siguió proporcionando arcilla hasta desaparecer por completo y por la cicatriz de la tierra se abrió un camino en dirección a Mamorana que ya nadie utiliza y, como tantos otros, está casi cegado. Hoy la única prueba de la existencia del horno son dos fotografías que se publicaron en «Comarca», obtenidas por la cámara de Paco, imprescindible en aquellos años, cuyo archivo (si es que se conserva) debería ser recuperado sin demora. En una de las instantáneas se aprecia el interior del horno con la columna central y en la otra lo que se interpretó como su entrada, toscamente excavada en el terreno.

Ésta es la historia; ahora queda por saber quiénes eran los «técnicos» y donde están los restos que se llevaron. En el mejor de los casos cabe la esperanza de que fuesen enviados por el Museo Arqueológico y tanto la cerámica como las supuestas anotaciones que debieron de tomar se conserven en una de las muchas cajas que fueron llegando hasta la institución desde toda Asturias en estas décadas y todavía -aunque no se lo crean- permanecen sin estudiar. En el mundo romano la cerámica alcanzó un desarrollo que no volvió a verse hasta la Edad Contemporánea. Todas las viviendas, incluso las más humildes, contaban con tejas de gran calidad que aún hoy resisten las inclemencias mejor que muchos materiales recién fabricados, y en los utensilios de cocina eran extremadamente refinados. Las piezas de las vajillas son ligeras y a la vez resistentes, y suelen estar decoradas con esmero y su comercio era una actividad habitual que las llevaba de un extremo al otro del Imperio.

En lo poco que se ha excavado en Mamorana se documentan materiales que pertenecen a diferentes complejos alfareros localizados en el sur de Francia y La Rioja, que seguramente fueron comprados a algún comerciante viajero o adquiridos directamente en León o Astorga; incluso se ha encontrado un fragmento de lo que en arqueología se llama «terra sigillata aretina», fabricado en la Toscana italiana y muy difícil de localizar en el norte peninsular, lo que demuestra el nivel económico de los habitantes de la villa; pero además también han aparecido cerámicas corrientes para usarse más en la cocina que en comedor o directamente destinadas a los sirvientes y esclavos de la mansión, que serían las que se cocerían en la Fervencia. Aun sin tener otra prueba más que las fotografías que se conservan, debemos apoyar la hipótesis de que nos encontramos ante un horno romano destinado al abastecimiento de la propia villa y que al funcionar periódicamente haría innecesaria la práctica que se ha observado en otros lugares, consistente en construirlos de dos en dos para garantizar siempre una producción continua, ya que mientras se vaciaba uno el otro seguía cociendo. En el de la Fervencia se reconocen las dos partes habituales en estas construcciones: la cámara de quemado -el «furnium»- sobre la que se depositaban los materiales que debían someterse a altas temperaturas, y lo que entonces se dijo que era su entrada, que no es otra cosa que la cámara de combustión -el «praefurnium»-, que se alimentaba con madera.

Las paredes interiores también estaban preparadas para aguantar el calor a la manera clásica y tanto las dimensiones como la ubicación del horno también son lógicas: pequeño y cerca de la villa, pero a la distancia que estipulaban las leyes imperiales para que las actividades molestas y nocivas no afectasen a las viviendas. Un último detalle, el nombre de la Fervencia (del asturiano «ferver») sólo puede explicarse, en un lugar en el que no hay nada que produzca borbotones, con actividades relacionadas con el fuego y nos indica que el horno tuvo que estar activo el tiempo suficiente para que su recuerdo se haya conservado hasta nosotros. La originalidad de este hallazgo en Asturias resulta fundamental para el conocimiento de la vida cotidiana en los primeros siglos de nuestra era y su estudio se hace imprescindible. Precisamente, cuando escribo estas líneas leo en la prensa que el nuevo director general de Patrimonio, Adolfo Rodríguez Asensio, afirma que «al Museo Arqueológico hay que darle la vuelta como a un calcetín», ¡qué buen momento para aprovechar la ilusión del recién llegado y solicitar toda la información sobre este tema!

Una anécdota para concluir: las enormes tejas planas que han aparecido en Mamorana son una de las piezas más frecuentes que señalan a los arqueólogos la presencia romana en un lugar determinado y se fabricaban de la misma forma y con el mismo diseño por toda Europa y el norte de África, pero muchas de las de aquí presentan una curiosa peculiaridad: cuando estaban secándose al sol un descuidado minino se dio un paseo sobre ellas y sus pequeñas patas quedaron impresas en el barro fresco para la eternidad. Los momentos más insignificantes a veces también pueden pasar a la historia.